Tendría yo unos ocho años (lo deduzco más por la cronología de los hechos que por mi memoria) cuando aparecieron por el edificio en el que yo vivía en Madrid dos chavales húngaros de edad aproximada a la mía. Con ellos bajaba a jugar a la calle y a intercambiar palabras de nuestras lenguas como otros chicos intercambiaban cromos de futbolistas o bolas de jugar al gua. Creo que ellos aprendieron a hablar español correctamente mientras que yo apenas logré entender dos o tres palabras con las que me lucía en las comidas familiares pero que he olvidado por completo.
No habría vuelto a acordarme de ellos de no ser por las imágenes recientes de la estación de trenes de Budapest atiborrada de emigrantes que huyen de la guerra (las guerras) en oriente medio.
Cómo ellos, los niños húngaros habían huido. En su caso, de la brutal represión que siguió al fracaso de la revolución de otoño de 1956: Un buen día su madre, según contaban en casa, se hartó, cogió una bicicleta, una mochila y a los niños y se fue al bosque a buscar setas. Y así, tras da roda, llegó a la frontera y acabó después por aterrizar en España, en casa de otra húngara, Doña Ilona, no sé si familia o amiga, quien vivía ya en el edificio desde hacía unos años. Pasaron allí un tiempo, se fueron, y no los he vuelto a ver.
Por la improvisación de la que están haciendo gala los gobiernos, se diría que están ante un fenómeno excepcional, que no hubiera pasado antes. Sin embargo yo mismo, a lo largo de mi vida he conocido personalmente, además de a los chicos húngaros, a refugiados de Nicaragua, Chile, Argentina, Sahara, Libano y Palestina. No han sido los únicos casos: Por las noticias he sabido de los éxodos en los Balcanes, de los boatspeople, etc. Y mención aparte merecen las oleadas de inmigrantes venidos de los países del este cuando celebrábamos las caídas de los muros en vez de levantarlos. Muchos países europeos, hoy prósperos, veían hace relativamente poco como sus habitantes tenían que huir literalmente y con grandes riesgos, de la miseria, el fanatismo y la violencia. Parece que se llevaron con ellos toda nuestra dignidad.
Cómo le pasaría a la húngara de la bicicleta, la decisión de emprender viaje no es cosa fácil para un candidato a refugiado, ni siquiera para un emigrante económico: Dejarlo todo, arrostrar peligros y encarar un futuro incierto.Hoy en día, acostumbrados a los viajes de turismo y placer, apenas si nos percatamos de que hay otros viajesen los que la gente huye, enlos que la gente busca, en los que la gente muere: Un paquebote de cruceros puede coincidir con un esquife de fortuna en el Mediterráneo sin siquiera verlo.
Hasta que viene a darnos un aldabonazo ese niño varado en la playa, un pelín cabezón (aún un bebé) y con el culo en pompa. Del que solo la postura poco natural de los brazos nos indica que no está dormido. Para él también, cómo para los niños húngaros, sus padres buscaban un futuro mejor.