Angeles Viladrich
Este pequeño artículo solo es una modesta reflexión personal, sin ningún afán de trascendencia, y motivado por un intento de poner algunos de mis pensamientos en orden mediante la escritura.
La RAE define Conciencia como el “conocimiento del bien y del mal que permite a la persona enjuiciar moralmente la realidad y los actos, especialmente los propios”. La Consciencia, por su parte, es el “conocimiento inmediato o espontáneo que el sujeto tiene de sí mismo de sus actos y reflexiones” y, en una cuarta acepción, “facultad psíquica por la que un sujeto se percibe a sí mismo en el mundo”. La conciencia, pues cae dentro del campo de la Ética, mientras que la consciencia entraría en el ámbito de la Gnoseología.
La adición del prefijo auto parece introducir sin embargo una importante modificación, ya que los términos de autoconciencia y autoconsciencia son considerados sinónimos. Ambos términos aluden al conocimiento que tiene una persona de su “Yo”, como sujeto diferente del mundo objetivo, así como de sus sensaciones, sentimientos y reflexiones.
En Zoología se ha estudiado el fenómeno de la autoconsciencia en los animales, principalmente en los simios, observando sus reacciones cuando se miran en un espejo. Algunos de ellos, al cabo de cierto tiempo, se dan cuenta de que no están viendo a un congénere sino a su propia imagen y, sorprendidos, comienzan a palparse diferentes zonas de su cuerpo. A partir de estos y otros experimentos, los expertos en Psicología Evolutiva y en Neurología, han asociado la aparición de la autoconsciencia con el desarrollo de un determinado tipo de neuronas cerebrales a las que se han denominado, precisamente, neuronas especulares.
Son estas neuronas las que nos permiten reconocer como propias las partes de nuestro cuerpo y a formarnos una representación mental de nosotros mismos. Además nos inducen a imitar los gestos de otra persona situada frente a nosotros. Se manifiestan en los primeros meses de la vida de un bebé que observa y copia los movimientos de las manos y las muecas del rostro de las personas que le cuidan y posteriormente reacciona con llanto ante caras extrañas. Están muy ligadas a sus primeros balbuceos y por tanto resultan esenciales para el nacimiento del lenguaje. También a dichas neuronas debemos la sonrisa automática con que un adulto responde a la sonrisa de otro adulto y, en general, a la reacción ante una expresión que identificamos como amistosa. Son la base de la empatía, cualidad que posibilita la colaboración entre seres humanos y, por tanto, fundamental en la evolución de nuestra especie y en nuestro desarrollo como individuos.
En Filosofía, la autoconsciencia es la base sobre la que la mayoría de los pensadores han elaborado sus construcciones, como el famoso “pienso, luego existo” cartesiano. Kant la definió como “conciencia puramente lógica que el Yo tiene de sí mismo como sujeto de pensamiento”. En lo que respecta a la relación del individuo con su entorno, el conocido “Yo soy Yo y mi circunstancia” de Ortega. ¿Y qué decir de las modernas teorías que defienden la existencia de diferentes Yo en Universos paralelos o divergentes? Otras, más radicales, preconizan un Yo absoluto, único ser viviente de cuya fantasía nace el mundo externo, es decir un mundo virtual, inexistente en la realidad.
¿En qué área de nuestro cerebro reside la autoconsciencia? Somos un organismo pluricelular, pero tal vez haya una célula, una única célula que rige a todas las demás, como la reina de un hormiguero o de una colmena. Esta célula madre necesitaría de otras células para sobrevivir, pero sería absolutamente imprescindible para que las demás sigan viviendo por lo que, si ella muere, únicamente algunas partes de nuestro cuerpo podrían seguir funcionando de manera mecánica durante un tiempo limitado.
Otra pregunta es la del momento en que nace la autoconsciencia. Para Platón el Yo es anterior a nuestra encarnación y permanece vagando en un mundo onírico de ideas donde aprehendemos los conceptos que luego nos servirán para desenvolvernos en la vida. Para Aristóteles, el Yo surgiría, como una chispa luminosa, en el momento mágico de la fusión entre materia y espíritu. Otros defienden que el Yo nace en algún momento del periodo entre la concepción y el alumbramiento. Sin embargo, conciencia y autoconsciencia son fenómenos posteriores y aparecen a una edad más tardía, dependiendo del desarrollo del intelecto de cada individuo.
Y, como esto trata del Yo, voy a acudir a mi experiencia personal. De mi primera infancia tengo una serie de imágenes aisladas y sensaciones dispersas. En una de ellas estoy en medio de una sala rodeada por una barandilla, semidesnuda y con gafas de sol, supongo que para proteger mis ojos de la luz ultravioleta, siguiendo un curioso tratamiento de lámpara de cuarzo al que me sometió mi pediatra porque parece que mi dentición no seguía el ritmo apropiado. En otra, me parece sentir el tacto suave de un abriguito blanco de piel que usaba cuando tenía dos o tres años, y recuerdo el color de algunos de mis vestidos de aquella época, aunque en el álbum familiar las fotos aparecen en blanco y negro. Precisamente en una de ellas estoy sentada en el césped de la plaza de Oriente y cada vez que la veo revivo mi sentimiento de coquetería ante la cámara, mientras echaba la cabeza hacia atrás y el sol me daba de lleno en la cara.
Más traumática fue mi operación de amígdalas, a los cinco años. Por el pasillo de un hospital, una monja me llevaba de la mano diciendo que iba a enseñarme una Virgencita –posiblemente de ahí derive mi posterior escepticismo- y después, supongo que por efecto de la anestesia, tuve una extraña experiencia extracorpórea, en la que yo floto a media altura y me veo a mí misma tumbada en una cama blanca.
Pero independientemente de estos y otros recuerdos más precisos de mis primeros días de colegio, hay un momento que yo considero el nacimiento de mi autoconsciencia. Fue en Almería, subiendo a uno de los coches de caballos que se alquilaban para llevar a los turistas a la playa. Súbitamente me asaltó este pensamiento “Yo soy yo”. Me apreté sucesivamente el dorso de las manos y miré a la gente de alrededor. Entonces me asaltó un pensamiento que antes no había tenido: Yo era Yo Misma, diferente de las demás personas. La idea de que “Yo era Yo y no otra persona” me resultó aterradora y tuve una sensación de vértigo que aún siento si reflexiono sobre ello.
Conciencia y autoconsciencia han estado siempre en el centro de las diferentes creencias religiosas, ambas muy ligadas a la idea de la muerte. Frente al dolor de la pérdida de nuestros seres queridos o el miedo y la incertidumbre ante la idea de nuestra propia muerte, ofrecen la esperanza de la supervivencia, no solo del Yo, sino también del reencuentro con el Yo de las personas a las que hemos amado.
En determinadas civilizaciones antiguas el Yo residía en el cuerpo, por lo que, tras la muerte, era necesario preservarlo de la corrupción siguiendo diferentes métodos y ritos. Otras, en cambio, buscaban la fusión del cuerpo con la Naturaleza o practicaban la incineración. Para Maimónides, la inmortalidad era la supervivencia del intelecto, pero no un intelecto subjetivo sino que, tras la muerte del cuerpo, el intelecto se fusionaba en un intelecto objetivo universal. Las actuales religiones mayoritarias sostienen la creación divina de un Yo espiritual imperecedero, susceptible de premio o castigo, ya sea en un mundo eterno o mediante sucesivos viajes del Yo, a través de diversos envoltorios, hasta la meta final de la fusión en el Todo. Y se da la contradicción de que algunas personas, para asegurar la permanencia feliz y eterna del Yo, llegan a sacrificar voluntariamente un tiempo precioso de su vida física y eligen morir –o incluso matar- defendiendo esa idea. Finalmente hay quienes optan por una criogenización, en el final de la vida, esperando un despertar en un futuro terrenal más o menos lejano.
Pero lo cierto es que únicamente tenemos la certeza de nuestra supervivencia a través de los genes que transmitimos a nuestros hijos y los recuerdos que dejamos en las personas que nos conocieron. Debemos procurar, por tanto, que ambos sean lo mejor posible. Más improbable es la permanencia en el recuerdo de personas que no nos conocieron personalmente y solo se da en aquellos personajes cuyas obras han dejado tanta huella que su fama les ha granjeado la denominación de Inmortales. Esa esperanza de un recuerdo perdurable es la que lleva a Aquiles a preferir morir joven en Troya a llevar una vida larga y próspera en un armonioso entorno familiar.
Para los no creyentes el miedo a la muerte es, en realidad, el miedo a la pérdida de la autoconsciencia. A menudo experimentamos interrupciones temporales de la misma, por ejemplo durante el sueño, si nos aplican una anestesia total o cuando sufrimos un desvanecimiento. Dichas interrupciones son como desconexiones eléctricas parciales de nuestro cerebro. Desde esta perspectiva, la muerte sería la desconexión total y definitiva. En determinados supuestos de dolor físico o psíquico insoportables, como en los suicidios o en la eutanasia, llega a desearse dicha desconexión, es decir, se busca el cese de la autoconsciencia.
Personalmente, y aunque la idea de mi propia muerte no me obsesiona, me preocupa la incertidumbre de esa desconexión y me rebelo ante la pérdida de mi autoconsciencia. No me consuela la famosa frase de que “somos polvo de estrellas” y la idea de que mis átomos vayan a dispersarse, como antes de la formación de mi embrión, y pasen a formar parte de otras realidades, quizá más perfectas o mejores, no me resulta un pensamiento placentero. Yo soy Yo, y no quiero la Nada ni el Todo. Quiero seguir siempre siendo Yo, a pesar de mis limitaciones, mis problemas, mis dolores o mis frustraciones. No quiero perder mi individualidad como gota y fundirme en un océano universal, aunque se trate de un maravilloso océano de luz. No quiero de ningún modo perder mi autoconsciencia.