INTRODUCCIÓN: Los orígenes del castellano.
El idioma español, que en este momento ustedes y yo estamos compartiendo, tiene su origen en el castellano hablado por aquellos hombres procedentes de España que, a finales del siglo XV y principios del XVI, cruzaron el Océano Atlántico y pisaron por primera vez el suelo americano. Era un lenguaje adulto, perfectamente estructurado, cuyas raíces eran el castellano antiguo que, como otras lenguas romances, había ido gestándose en Europa a lo largo de la llamada Edad Media en los territorios desgajados del Antiguo Imperio Romano.
En Hispania, antes de la llegada de los romanos, pervivían lenguas antiguas – íberas y celtas- a las que se habían ido incorporando palabras fenicias y griegas. El dominio de Roma conllevó el uso generalizado del latín que, junto con su sistema legislativo, la organización administrativa y la construcción de nuevas infraestructuras, sirvió de instrumento para conseguir la cohesión política y social de los pueblos conquistados.
Sin embargo, en los países romanizados, el latín clásico solo era hablado por las élites cultivadas. El resto de la población (el vulgo) hablaba un latín menos puro, entremezclado con los vestigios de las lenguas preexistentes. Con la decadencia del Imperio y las sucesivas invasiones de los pueblos godos procedentes de Centroeuropa, aquel “latín vulgar” evolucionó siguiendo vías diferentes en distintos territorios, hasta culminar con el nacimiento de las llamadas lenguas románicas o romances, que adquirieron personalidad propia.
Así nacieron en España el galaico-portugués, el astur-leonés, el castellano, el aragonés y el catalán, al igual que en Francia el provenzal y el franco-francés, o en Italia el toscano, el piamontés, etc. Con el paso del tiempo algunas de estas lenguas desaparecieron, pero otras sobrevivieron e incluso se fortalecieron, llegando hasta nuestros días e, incluso, convirtiéndose en las lenguas oficiales de muchos países.
El castellano arcaico, pues, era una derivación del latín vulgar, donde, como ya hemos dicho, además de no seguir la ortodoxia del latín clásico, pervivían restos de lenguas antiguas. A ese latín vulgar se fueron incorporando, durante los siglos V al VII, palabras procedentes del centro de Europa como consecuencia de las invasiones de los pueblos germánicos -suevos, vándalos, alanos y visigodos- y, a partir del siglo VIII, palabras procedentes del árabe, como consecuencia de la invasión musulmana de la Península Ibérica. Después, en un momento impreciso de la historia, allá por el siglo X, aquella extraña mezcla saltó del habla a la escritura en los interlineados de un monje anónimo en el Monasterio de San Millán de la Cogolla, en la Rioja. Son las llamadas Glosas Emilianenses, pequeños textos de una oración dirigida a Nuestro Señor Jesucristo, que revelaban la existencia, en aquella época, de una lengua con una estructura propia y unas formas de expresión muy diferentes del latín.
El castellano fue difundiéndose de norte a sur en la Península a medida que avanzaba la Reconquista y se repoblaban nuevas tierras. Todavía se consideraba una “lengua vulgar”, pero desde el siglo XI al XV, tuvo un importante desarrollo literario gracias al apoyo de los monarcas de los reinos cristianos, sobre todo a partir de Alfonso X el Sabio, y ello permitió que pasara del pueblo a las restantes clases sociales. Este desarrollo se plasmó en las primeras traducciones de la Biblia, los relatos de los cronistas reales, los romances y los cantares de gesta, los libros de caballerías, las leyes y los fueros otorgados a villas y ciudades. Y, aunque en las Universidades se estudiaba en latín, los estudiantes lo introducían a escondidas de sus profesores, intercalando frases aclaratorias en los oscuros textos oficiales, tal como en el pasado había hecho aquel monje del monasterio riojano.
El lingüista Ángel López García define el castellano como el rumor de los desarraigados. “El nuevo idioma nació entre las gentes que se entrecruzaban en los caminos del norte de Castilla, en las fértiles llanuras riojanas y en las márgenes aragonesas del Ebro. Eran comerciantes que ofrecían lejanos productos, juglares que entonaban trovas de amor y recitaban cantares de gesta, o familias que huían asustadas, expulsadas de sus tierras por el hambre o por las guerras. Y de la necesidad de comunicación entre aquellas gentes de lenguas distintas y diferentes acentos, surgió el castellano.”
En 1492 la vieja lengua romance dio un salto de dimensiones incalculables: Noventa hombres cruzaron el Atlántico en tres naves y pusieron el pie en un nuevo continente. El castellano había llegado a América. Y había llegado para quedarse. Y, curiosa coincidencia, también en ese mismo año de 1492, Antonio de Nebrija, un andaluz que había estudiado en Salamanca y en Bolonia, publicó la primera Gramática Castellana y un Diccionario Latino-Español.
Habrá sin embargo que esperar hasta 1611, para la publicación de nuestro primer diccionario español monolingüe, obra de Sebastián de Covarrubias: Tesoro de la Lengua Castellana o Española, que ya incorpora palabras nacidas en América, la mayoría referidas a especies de animales, árboles y frutas, hasta entonces desconocidas. Eran palabras exóticas -puma, tomate, cóndor, aguacate…..-, importadas de antiguas lenguas de origen precolombino, que traían resonancias musicales y evocaciones mágicas al seco paisaje de la Meseta castellana. Y así, mientras América se españoliza, el español se indianiza.
EVOLUCIÓN DEL ESPAÑOL EN MÉXICO
En la evolución del español en México, la doctora Claudia Parodi distingue tres etapas. La primera, la introducción del nuevo idioma; la segunda, de internalización, donde coexiste en pie de igualdad con las lenguas indígenas preexistentes; y la tercera, en la que se produce la generalización del uso del español en el territorio mejicano.
I. LOS PRIMEROS ENCUENTROS (1519-1552)
Esta etapa inicial va desde la llegada (oficial) de los españoles procedentes de Cuba a tierras mejicanas, concretamente a la península del Yucatán, en territorio maya, hasta la fundación de la Real y Pontificia Universidad de México. Durante este periodo se producen los primeros encuentros, unos pacíficos y otros bélicos, y tiene lugar un hecho de gran trascendencia político-jurídica, la creación en 1535 del Virreinato de Nueva España por una cédula del emperador Carlos V.
Cuando los españoles llegan a México encuentran un abigarrado mosaico, determinado por la existencia de numerosas culturas indígenas con sus propias lenguas y tradiciones, predominando el náhuatl o mexica y el maya como lenguas vehiculares a consecuencia de la extensión de los respectivos imperios. En estos primeros momentos el puente lingüístico y cultural entre México y España se apoyó en tres pilares constituidos por los siguientes tres colectivos: los intérpretes y traductores, los evangelizadores y los cronistas de Indias, todos los cuales contribuyeron al acercamiento y comprensión entre las diferentes civilizaciones.
Es necesario, no obstante, aclarar que estos tres colectivos no constituían compartimentos estancos, y así encontramos en ellos a ilustres personajes que fueron a la vez traductores, evangelizadores y cronistas, como es el caso de los religiosos Bernardino de Sahagún, Toribio de Benavente y Diego de Landa.
Los intérpretes
Evidentemente resultaba esencial para los españoles la comunicación con los habitantes de las tierras recién descubiertas. En un principio a través de la mímica y con intentos por ambas partes de reproducir los sonidos y adivinar el significado de palabras y conceptos completamente distintos, lo que naturalmente dio lugar a malentendidos, a veces divertidos y otras con resultados desastrosos. La Historia nos ha transmitido los nombres de dos indígenas bautizados como Julián y Melchor, que han pasado a la posteridad con los apelativos de Julianillo y Melchorejo. Su labor de intermediación entre el español y el maya en la Península del Yucatán debió resultar bastante ardua. Ambos, al servicio de los españoles, acompañaron en sus expediciones a Francisco Fernández de Córdoba y a Hernán Cortés. Desgraciadamente uno falleció y el otro huyó para regresar a su tierra natal. Se ofreció entonces la tarea de intérpretes a dos españoles, Jerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero, supervivientes de la primera expedición al Yucatán, y que habían convivido varios años con los indígenas. Sin embargo, únicamente se les unió el primero de ellos, ya que Gonzalo había rehecho su vida, tenía hijos con una mujer de allí y ostentaba además un cierto estatus social como jefe militar de aquella población maya.
Caso aparte lo constituye la controvertida figura de Malinche o Doña Marina, como finalmente sería conocida. La que fuera compañera inseparable de Hernán Cortés, dominaba el náhuatl y el maya. Gracias a Jerónimo de Aguilar pudo conjugar el conocimiento de ambas lenguas con el español, hasta llegar a dominar los tres idiomas lo que le permitió desarrollar una importante labor diplomática y desempeñar un papel esencial en el devenir de la Historia.
Los evangelizadores
Los monarcas de la Casa de Austria eran profundamente católicos por lo que la evangelización de América constituía uno de los más poderosos motivos de las expediciones a ultramar. Los primeros religiosos en llegar fueron franciscanos, orden elegida desde los inicios del Descubrimiento por los Reyes Católicos para cristianizar las Indias. Fray Martín de Valencia llegó en mayo de 1524 con doce frailes (los doce apóstoles de México), que fueron apodados “motolinias” transcripción fonética de una palabra formada por dos vocablos del náhuatl que significaban “los pobrecitos” en alusión a la austeridad franciscana. Precisamente uno de ellos, Fray Toribio de Benavente se sintió tan orgulloso de ello que pronto comenzó a firmar sus escritos como Fray Toribio de Motolinia. Es a estos misioneros franciscanos a quien se debe en gran medida la supervivencia de muchas de las lenguas indígenas, ya que para poder predicar elaboraron diccionarios, transcribiendo fonéticamente al alfabeto latino las palabras de aquellos pueblos que carecían de escritura, compusieron catecismos en lenguas indígenas y describieron sus costumbres, mitos y tradiciones para facilitar el camino a otros misioneros que vinieran a continuar su labor.
Los cronistas de Indias
Si los intérpretes y los evangelizadores contribuyeron de forma directa a la comunicación entre españoles y naturales, los cronistas de Indias permitieron que la población hispana, tanto en el Virreinato como en la Metrópoli, conociera mejor a las culturas indígenas. Los cronistas eran de procedencia muy diversa (exploradores, simples soldados o jefes militares, políticos, funcionarios, clérigos, etc), lo que se refleja en la forma y el contenido de sus obras, pero todas ellas, en mayor o menor grado, se caracterizan por el tono épico de sus escritos (narran gestas) y una visión mesiánica de la Historia: La voluntad de la Divina Providencia que favorecía a los españoles en su misión cristianizadora.
Los cronistas se caracterizaban por escribir relatos históricos, sobre hechos sucedidos en su misma época o en un pasado relativamente reciente, ordenándolos en forma cronológica. Algunos de estos hechos los habían, incluso, vivido en persona, por haber intervenido en la exploración, la conquista o en el inicio de la colonización, o bien los habían escuchado directamente de boca de sus protagonistas. Otros cronistas, sin embargo, se encargaron de recopilar y sistematizar escritos de otros autores, y muchos jamás llegaron a cruzar el Atlántico. Ese fue el caso de la mayoría de los historiadores oficiales, que escribían desde sus despachos, si bien manejaban un caudal inmenso de información de segunda mano, como los funcionarios del Consejo de Indias, organismo creado en 1524 para atender los temas relacionados con el gobierno de los territorios españoles en América, dirimir los pleitos y asesorar al Monarca. Fue este Consejo el que creó, posteriormente, la figura del Cronista Mayor de Indias.
Muchos han sido los cronistas que han escrito sobre el Virreinato de Nueva España, por lo que disponemos de una voluminosa bibliografía. Encontramos, entre ellos, a exploradores y conquistadores: el propio Hernán Cortés escribió varias Cartas de Relación, que eran en realidad informes detallados de sus expediciones; Bernal Díaz del Castillo, que en su Historia verdadera de la Nueva España relata los combates con los aztecas y el proceso de primera colonización de los territorios novohispanos desde 1518 hasta 1550; Francisco de Aguilar, compañero de Hernán Cortés y posteriormente fraile dominico, que escribió la Relación Breve de la conquista de la Nueva España; y Alvar Núñez Cabeza de Vaca, que en su obra Naufragios y comentarios relata sus experiencias durante los años que estuvo cautivo entre los indios nómadas del norte de México.
De entre los religiosos destacaron Fray Bernardino de Sahagún, autor de una extensísima obra bilingüe en castellano y náhuatl titulada Historia general de las cosas de la Nueva España; el antes citado Fray Toribio de Benavente, cuyos escritos Historia de los indios de Nueva España y Memoriales, recogen las costumbres de los indios y se consideran auténticos tratados de etnografía; y el franciscano Diego de Landa, cuya Relación de las cosas de Yucatán es fuente indispensable para el conocimiento de la cultura y de la escritura maya, a cuyo desciframiento contribuyó de forma fundamental.
De distinta procedencia fueron otros cronistas, como el humanista y erudito Francisco Cervantes de Salazar (Crónica de la Nueva España); Fernando de Alva Cortés, noble indígena descendiente tanto de caciques mexicas como de Hernán Cortés, que escribió Historia Chichimeca y Relación histórica de la nación tulteca; y Francisco López de Gómara, eclesiástico e historiador, que aunque nunca estuvo en América, conocía personalmente a Hernán Cortés y es autor de una obra fundamental: Historia de la Conquista de México.
Con el transcurso del tiempo, nuestro puente cultural y lingüístico se refuerza con el establecimiento de nuevas relaciones, que culminarán en la creación de una nueva sociedad, en la cual lo hispano gana terreno hasta situarse en pie de igualdad con las culturas procedentes de la época precolombina. Estas relaciones se producen en cuatro ámbitos muy concretos: el docente, el doméstico, el económico y el literario. Comenzaré con el primero de ellos.
La educación
La integración cultural a través de la educación tuvo como actores principales a las órdenes religiosas. En primer lugar, como ya se ha indicado, llegaron a México los franciscanos, pero después, fueron viniendo otras en oleadas sucesivas.
Los dominicos llegaron en 1526 pero, de los doce que iniciaron la travesía, solamente sobrevivían tres a su llegada a México. Se instalaron en el convento de los franciscanos, hasta que en 1528 la llegada de 24 monjes más les permitió iniciar su tarea. Fundaron en la capital el Convento de Santo Domingo, donde compaginaron sus tendencias intelectuales con la labor evangelizadora, fundando seminarios y dedicándose a la mejora de la formación de los misioneros.
Más tarde se establecieron los agustinos (1533) que, a instancias de Fray Alonso de la Veracruz, fundaron un colegio de estudios superiores en su convento de Michoacán, al que siguieron otros muchos centros docentes.
Es indispensable detenerse un momento para subrayar el importante papel desempeñado por el fraile franciscano Fray Juan de Zumárraga, gran erudito, humanista, jurista y escritor, que llegó a México como primer obispo de la diócesis. Gracias a él se produjo la fundación en 1536 del Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco, dedicado a la educación superior de indígenas nobles, que constituyó un hito importantísimo para el cultivo de las lenguas y la cultura de México. Allí se enseñaba gramática latina, retórica, filosofía, música y medicina, incluida la medicina indígena. Las lenguas de instrucción eran el latín (en realidad neo-latín o latín medieval), que en Europa era el idioma académico utilizado en las Universidades, y el náhuatl, que era la lengua indígena más extendida en México debido a la anterior expansión del imperio azteca.
Este Colegio fue además un centro de alta cultura, inspirado en el funcionamiento de la antiquísima Escuela de Traductores de Toledo del rey Alfonso X el Sabio, y fue sede de la primera Biblioteca académica del Nuevo Mundo. Se tradujeron obras clásicas y litúrgicas del latín al náhuatl y varios de sus textos están escritos exclusivamente en lenguas indígenas o son bilingües (o incluso trilingües).
A Fray Juan de Zumárraga se debe, además del Colegio de Tlatelolco, la fundación de un hospital y la introducción de la imprenta en México, viendo así la luz el primer libro impreso en América: "La breve y más compendiosa doctrina christiana en lengua mexicana y castellana, que contiene las cosas más necesarias de nuestra sancta fe catholica, para aprovechamiento de estos indios naturales y para la salvación de sus ánimas." Fue nombrado Protector de Indios y, aunque él mismo era inquisidor, cuando llegaron otros inquisidores más rigurosos, evitó que aquellos indígenas que continuaban con sus prácticas ancestrales fueran juzgados como herejes, sino que tuvieran la consideración de neófitos.
Finalmente, llegaron los jesuitas, cuya labor misional había sido estimulada a raíz de que San Francisco de Borja fuera elegido General de la Orden. En 1573, abrieron en la capital de México el Colegio de Santa María de Todos los Santos. A partir de esa fecha fundaron un gran número de instituciones docentes que tenían por finalidad el estímulo, desarrollo y fomento de la cultura entre los jóvenes, pero también realizaron una importante labor mediante la introducción e impulso de las actividades agropecuarias en las remotas regiones del Noroeste, enseñando diversos oficios a los indígenas. Tal como ocurría en otros países, en un corto espacio de tiempo, la calidad de su enseñanza les proporcionó un gran prestigio y una considerable influencia entre las clases dirigentes.
II. UNA NUEVA CULTURA (1553-1769)
A medida que la población de origen hispano va aumentando y se va extendiendo por el territorio del Virreinato, la cultura española avanza y surge una nueva sociedad plural y multilingüe. Cada lengua tenía su prestigio y ocupaba un lugar definido en la escala social y las principales culturas indígenas no solo subsisten, sino que incluso se enriquecen con la transcripción escrita de sus tradiciones que antes eran transmitidas únicamente por vía oral. Concretamente el náhuatl es considerado una lengua culta, al mismo nivel que el castellano, y a ella se traducen las obras de los clásicos griegos y latinos, y también la de algunos autores españoles famosos en la época, como Lope de Vega.
Hablamos así de una segunda etapa que abarca aproximadamente 200 años (mediados del siglo XVI a mediados del siglo XVIII), o lo que es lo mismo, desde la fundación de la Universidad de México hasta las leyes castellanizadoras de Carlos III.
A excepción de algunos conflictos puntuales, en las principales ciudades de México conviven, en una situación de armonía, españoles, criollos, mestizos e indios y son frecuentes los viajes a y desde la Madre Patria. Asimismo la población hispana se feminiza, ya que a medida que los territorios se van pacificando, los nuevos colonos vienen acompañados de sus mujeres e hijas, o bien las hacen llamar a su lado cuando su situación económica se estabiliza. Ello dio lugar a la fundación de numerosos conventos de monjas, dirigidos por madres superioras que eran en muchos casos hijas criollas de padres españoles ennoblecidos.
Volvamos a la educación como factor integrador. El elemento definitivo que va a posibilitar la introducción de la cultura española en el territorio del Virreinato de la Nueva España es la creación de la Real y Pontificia Universidad de México. Ello fue posible gracias a la tenacidad e insistencia del virrey Don Antonio de Mendoza, el apoyo del Ayuntamiento de México y, sobre todo, a las gestiones de Fray Juan de Zumárraga ante las autoridades y personas próximas a la Corona. Como muestra del interés con que intervino promoviendo la creación de la Universidad veamos este párrafo de su puño y letra dirigido al Rey de España: "No hay parte alguna de cristianos donde no haya tanta necesidad de una Universidad en donde se lean todas las facultades, y ciencias, y sacra teología; porque si Su Majestad, habiendo en España tantas Universidades y tantos letrados ha proveído a Granada de Universidad, por razón de los nuevos convertidos moros, tanto más se debe proveer por semejante manera a esta tierra a donde hay tantos nuevamente convertidos de gentiles, que en su comparación el reino de Granada es meaja en capilla de fraile y no tienen como es dicho, Universidad ni doctrina".
Tanta constancia tuvo su premio. En nombre de Carlos I, su hijo el Príncipe de Asturias, futuro Felipe II, firmó la Cédula Real en la ciudad de Toro en el año 1551 creando la Real Universidad de México. Sus cursos se inauguraron con gran pompa y solemnidad el 25 de enero del año 1553, a pesar de que en ese momento solo disponía de ocho cátedras, un claustro de 15 doctores y menos de 100 estudiantes. Posteriormente, por bula del papa Clemente VIII, alcanzó el grado de Pontificia. Sus estatutos se inspiraban fundamentalmente en los de la Universidad de Salamanca, si bien también recogieron elementos de las Universidades de Bolonia y París. Su programa permitía alcanzar el grado de bachiller, licenciado o doctor, y sus graduados disfrutaban de especiales exenciones y privilegios.
Con el tiempo fue ganando en importancia. En ella estudiaron los hombres más ilustres de la época, y finalmente se convirtió en el centro de la cultura superior mejicana durante toda la vigencia del Virreinato. En un principio se buscaba que dicha Universidad sirviera para educar a todos los “recién convertidos”, independientemente de su estatus social y económico, pero ese objetivo resultó demasiado ambicioso y finalmente sólo las clases privilegiadas tuvieron acceso a la misma.
No me resisto a reproducir este párrafo del libro de los Diálogos de Francisco Cervantes de Salazar, primer profesor de Retórica de la nueva Universidad. Un vecino de la Ciudad de México está mostrando sus edificios a un español recién llegado que le pregunta: “¿Qué edificio es éste de dos pisos, con tantas y tan grandes ventanas labradas arriba y abajo que por el costado mira a la plaza y por el frente a la vía pública, a donde ciertos jóvenes arrasados de capas luengas y tocados hasta las orejas con birretes cuadrados, entran de dos en dos o de tres en tres o en mayor número, como acompañando decorosamente a algún maestro?".
Y su interlocutor le responde: "Es la Universidad, plantel de la juventud. Los que entran son escolares amadores de Minerva y de las musas".
Y ya a comienzos del siglo XVII, el bachiller manchego Bernardo de Balbuena en su obra La Grandeza Mexicana (1602) dedicará a la Universidad de México estos encendidos versos:
“Préciense las escuelas salmantinas,/ las de Alcalá, Lovaina y las de Atenas/de sus letras y ciencias peregrinas;/Préciense de tener las aulas llenas/ de más borlas, que bien será posible,/ mas no en letras mejores ni tan buenas./Que cuanto llega a ser inteligible,/cuanto un entendimiento humano encierra,/y con su luz se puede hacer visible,/ los gallardos ingenios desta tierra/ lo alcanzan, sutilizan y perciben/ en dulce paz o en amigable guerra" .
Pero si la educación y, concretamente la Universidad, fueron fundamentales para la construcción de la nueva sociedad hispano-mejicana, también habían contribuido a ello las relaciones que poco a poco se habían ido tejiendo en los ámbitos doméstico, económico y literario.
Ámbito doméstico:
La convivencia producto de las numerosísimas uniones entre españoles y mujeres naturales de América, ya fueran matrimonios legales o de hecho, constituyeron una fuerte base en la comunicación de ambas culturas en el ámbito doméstico. A ello hay que añadir el contacto, más o menos forzado, de los colonizadores con los servidores indígenas, especialmente con los alojados en sus casas. Estas relaciones nacidas de la intimidad se acentuaron con el nacimiento de los hijos, ya que la proximidad del trato desembocó en el conocimiento recíproco de ambas culturas y, especialmente en el caso de las nodrizas que se ocupaban de la crianza de los niños, a la existencia de un mutuo y sincero afecto.
Respecto de los matrimonios mixtos cabe destacar que la cultura española, a diferencia de la anglosajona, no condenaba dichas uniones, sino que por el contrario las alentaba, ya que constituían un medio de lograr la estabilidad social. Especial consideración tenían los matrimonios contraídos con mujeres pertenecientes a la nobleza indígena (naturalmente previamente instruidas en la fe católica y debidamente bautizadas), a cuyos hijos se les reconocía públicamente y se les otorgaban títulos nobiliarios, con sus subsiguientes privilegios sociales y fiscales.
Tampoco se discriminaba a los hijos mestizos, ni en América ni en España, donde en general eran bien acogidos cuando se establecían en ella, sobre todo dado que eran jóvenes nobles, ricos y cultos, que a menudo habían recorrido otros países europeos. Naturalmente en algunos medios se manifestaron ciertas reticencias, pero no por causa de prejuicios racistas, sino más bien fruto de la envidia o del recelo por la competencia que podrían hacerles los recién llegados.
Ámbito comercial
A medida que la población española aumentaba se iba desarrollando la economía, con el establecimiento de nuevas industrias y el subsiguiente desarrollo del comercio en el interior del Virreinato. Paralelamente, las importaciones de artículos manufacturados y de lujo: Tejidos, muebles, elementos decorativos, etc, procedentes de Europa eran cada vez más demandados por cuestiones de prestigio social. En contrapartida, materias primas, metales preciosos y productos exóticos recorrían el camino inverso.
Atraídos por el mercado en expansión que surge en el Nuevo Mundo, eran cada vez más numerosos los empresarios emprendedores procedentes de la Península que establecían sus negocios en México. Estas nuevas relaciones entre los distintos actores económicos, basadas en el interés mutuo, también propiciaron el entendimiento entre ambas culturas.
Ámbito literario
En España había una auténtica eclosión literaria, el llamado Siglo de Oro (de 1550 a 1650), con figuras de tanto relieve como Lope de Vega, Cervantes, Quevedo, Calderón de la Barca, Tirso de Molina, Góngora, etc. Sus obras llegaban a la Biblioteca de la Universidad de México donde a menudo eran traducidas al náhuatl. También las clases altas y medias urbanas querían estar al corriente de lo que se publicaba en la Metrópoli, por lo que había una gran demanda de libros, tanto eruditos como de entretenimiento, especialmente novelas y poesía. Las imprentas españolas trabajaban a destajo, a veces en perjuicio de la calidad, como ocurrió con la primera edición del Quijote procedente de la imprenta madrileña de Juan de Acosta, llena de erratas. También había ediciones de lujo, normalmente procedentes de Portugal. En ambos casos, grandes remesas de libros partían a toda prisa para América aprovechando la salida de la flota de Indias para satisfacer a la nueva clientela.
En México también surgieron importantes escritores, como Sor Juana Inés de la Cruz, Juan Ruiz de Alarcón y Carlos de Sigüenza y Góngora, cuyas obras de gran mérito podían codearse sin desdoro, de igual a igual, con las de los autores barrocos anteriormente mencionados, y como tales fueron debidamente reconocidos también en España.
Además continuaban reeditándose las obras de los cronistas de Indias. Algunas de ellas, auténticos relatos de aventuras, tuvieron un gran éxito no solo en España sino también en otros países europeos, por lo que fueron traducidas al latín y a otras lenguas romances (francés, inglés, alemán o toscano), por el interés que despertaba en el Viejo Mundo todo lo relacionado con el, hasta entonces desconocido, continente americano.
Es preciso subrayar el papel fundamental desempeñado por el teatro. No solamente se crean compañías teatrales en México, sino que también actúan otras venidas expresamente desde España para “hacer las Américas”. En uno y otro lado del Atlántico, las comedias y autos sacramentales eran muy populares y contribuyeron en gran medida a la familiarización de los naturales de México con unos comportamientos y valores, como el concepto español del honor, que al principio les habían resultado muy ajenos.
De este modo, y desde mediados del siglo XVI, se había ido configurando una nueva situación social en el Virreinato y, durante el siglo XVII y parte del XVIII, españoles, criollos e indígenas se interrelacionan, conviviendo armónicamente lenguas y culturas muy diversas.
Oigamos al respecto al ya citado Bernardo de Balbuena describir la población de la capital del Virreinato: “Clérigos, frailes, hombres y mujeres / de diversa color y profesiones, / de vario estado y varios pareceres; / diferentes en lenguas y naciones, / en propósitos, fines y deseos / y aun a veces en leyes y opiniones.”
III. LA GENERALIZACIÓN DEL ESPAÑOL (1770-1821)
Durante el siglo XVIII esa sociedad sufre una importante transformación. La lengua y la cultura española van desplazando paulatinamente a las culturas indígenas, y la sociedad mejicana se españoliza progresivamente, aunque el mundo indígena sigue siendo mayoritario en el sector rural. Ello tiene varias causas:
a) El aumento de la población de origen hispano frente a la disminución de la población indígena a consecuencia de las guerras, las enfermedades y la integración a través del mestizaje..
b) La emigración del campo a las ciudades, que ocasionó la desaparición de lenguas indígenas minoritarias.
c) Las mejoras técnicas de la navegación que facilitaron un mayor contacto con la Metrópoli, por lo que crece su influencia.
d) La preferencia de criollos y mestizos por la cultura española, ya que consideraban que esta circunstancia les permitiría mejorar su estatus social.
e) Las crecientes relaciones con los países de América del Sur de habla española.
Otros factores van a reforzar esta tendencia. A mediados del siglo XVIII soplan en Europa vientos de cambio con la llegada de la Ilustración. A medida que el Absolutismo avanza, los ilustrados acceden a puestos de relevancia en la gobernanza de los países. Desean el bienestar de sus pueblos, entendiendo como tal la erradicación del analfabetismo, la mejora de la higiene y de la salud de la población y el progreso económico, para lo que debían emprenderse reformas radicales en la agricultura y en la industria. Por ello, consideraban imprescindible la centralización administrativa y la eliminación de las barreras lingüísticas, y dieron un fuerte impulso a la labor de la Real Academia Española de la Lengua, institución que había sido creada en 1713 por Felipe V, tomando como modelo la Academia de la Lengua Francesa, y que a partir de entonces desempeñará un papel fundamental en la homogeneización del español.
De esta forma, el papel de cohesión social que con los monarcas de la Casa de Austria había desempeñado la religión, con la Dinastía Borbónica va a ocuparlo el idioma. De ahí la política castellanizadora de Carlos III, que en la Península relegó al ámbito privado al catalán, el vascuence y el gallego y, en Hispanoamérica, a las lenguas precolombinas.
La enseñanza oficial va a impartirse en español y también el español va a ser la lengua utilizada en las Administraciones Públicas en detrimento de las demás. Por lo que se refiere al latín, va a quedar circunscrito al ámbito eclesiástico.
Con esta finalidad, durante el reinado de Carlos III, se elaboró una prolija normativa. Destacaremos la Real Cédula de Aranjuez de 1776: “Artículo VII: Mando que la enseñanza de primeras letras, latinidad y retórica se haga en lengua castellana generalmente, dondequiera que no se practique, cuidando de su cumplimiento las Audiencias y Justicias respectivas”.
Una vez vencidas las primeras resistencias, esta política castellanizadora acabó por imponerse en México, y aunque su finalidad era centralizar el poder y evitar abusos a los indígenas, tuvo por efecto que sus lenguas se circunscribieran a su uso familiar en las ciudades, aunque en los pueblos siguieron subsistiendo, especialmente entre los grupos étnicos más alejados.
En este periodo van a ocurrir también dos acontecimientos transcendentales en el mundo occidental, la Revolución Francesa, con la cristalización de una nueva sensibilidad que hace hincapié en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, y el inicio de los movimientos independentistas de los pueblos colonizados por los europeos. La Corona española, temiendo el contagio de estas nuevas ideas, prohibió la reimpresión y difusión en América y Filipinas de aquellos escritos que, a su parecer, alentaban los nacionalismos, incluidos los de los viejos cronistas que versaban sobre las culturas indígenas. Pero, como se seguían editando en España, continuaron llegando a Nueva España en los equipajes de los viajeros, mediante el soborno a los funcionarios de aduanas o disimuladas con unas falsas cubiertas de Biblias.
A despecho de todas estas medidas y prohibiciones, la Historia siguió su marcha imparable y, en 1821, México alcanzó su independencia, finalizando así la época del Virreinato.
EL ESPAÑOL MEXICANO OÍDO POR UN ESPAÑOL DE ESPAÑA
Durante el dilatado periodo que he venido comentando (siglos XVI al XIX), la lengua española siguió evolucionando, incorporando palabras nuevas o importándolas de otros idiomas, pero manteniendo su estructura y esencia. Este fenómeno ha tenido lugar en todos los territorios de habla española, tanto en España como en América, y ha dado lugar a diferencias más o menos sutiles, en el vocabulario, el acento o la preferencia en la utilización de determinados pronombres y formas verbales.
Me he permitido el atrevimiento de interrumpir esta exposición histórica, para introducir unas reflexiones estrictamente personales sobre cómo suena el español de los hispano-mejicanos a los oídos de un español de España. Evidentemente resulta excesivamente simplista hablar del español mejicano como de un todo monolítico, ya que, en un país tan extenso y con un pasado lingüístico tan rico, existen numerosas variantes del español en el norte, el centro, la costa o en las zonas de pasado maya. Incluso en el seno de las comunidades españolas aquí establecidas, se conservan en gran medida las peculiaridades de las regiones de donde originariamente proceden. Por ello únicamente voy a comentar ciertos rasgos de tipo muy general.
El español de Méjico presenta ciertas características comunes a otros países de Hispanoamérica e incluso de ciertas regiones de España, como son las siguientes:
· “Seseo”. Es decir, la Z y la C en las silabas ce-ci se pronuncian como S, al igual que en ciertas zonas de Andalucía y en las Islas Canarias.
· No hay diferencia fonética entre B y V, las cuales se pronuncian de forma diferenciada en Castilla-León (B oclusiva y V fricativa).
· La H inicial es muda. Ha perdido la F del castellano antiguo (ej. farina) y tampoco se produce la leve aspiración, como una J suave, típica de Extremadura.
· Yeísmo, es decir, la LL se pronuncia como Y. En Castilla-León, y Cataluña se diferencian completamente estos fonemas.
· El empleo de los pronombres personales usted/ustedes, en vez de tú/vosotros, incluso en relaciones informales, tal como ocurre en las Islas Canarias. Por otra parte, hay que subrayar que recientemente en España se ha generalizado inadecuadamente el tuteo, a pesar de no existir relaciones de parentesco o amistad, pero ello puede resultar descortés en caso de diferencia de edad, posición o en relaciones comerciales.
· La pervivencia de arcaísmos o expresiones en desuso, algunas de las cuales se mantienen en el medio rural español (ej. El uso de ¿Mande?, como interrogante cortés en vez del brusco ¿Qué?)
· La diferencia en el significado de algunas palabras (ej. Autobús/Camión). Entre ellas, palabras de uso corriente en España pero que en América son consideradas malsonantes y viceversa.
· La utilización de palabras diferentes para designar el mismo objeto (ej. Alberca/Piscina)
· La influencia del inglés por la proximidad con los Estados Unidos de América (Ej. Rentar un carro por Alquilar un coche).
· La utilización del diminutivo, como elemento atenuante, en sustantivos (ej. Cafecito) y adverbios (Ej. Ahorita).
La Atenuación es un recurso lingüístico muy evidente en el español de Hispanoamérica. No sólo se manifiesta en el frecuente uso del diminutivo, sino también en el tono de voz más suave, en la existencia de frases más elaboradas en preguntas y respuestas directas, y en los tratamientos y fórmulas de cortesía.
Pero además de estas características comunes con otros países hispanoamericanos, el español hablado en México tiene determinadas peculiaridades:
· La primera, naturalmente, es la pronunciación de la X como J en algunas palabras (ej. México y Mexicanos), tal como ocurría en la grafía del castellano antiguo (Ximena se pronunciaba Jimena). En otras palabras, sin embargo se corresponde con otros sonidos, igual que en España, como una S fuerte (ej. Examen) o como KS (ej. Exacto, Excepto). En algunos topónimos, como en Xiximeca, se pronuncia como SH, tal como se hace en Galicia.
· La segunda es el sufijo –LE tras un verbo en modo imperativo (ej. Ándale, ándele). Es el llamado Falso Dativo, porque no hace las funciones de complemento indirecto, sino que transforma el verbo en una interjección. Según algunos autores, procede de la partícula exclamativa LE, procedente del náhuatl.
· Palabras como Güey, Manito, Güero, Chamaco, Chavo (y naturalmente Gachupín) y expresiones, como el ¿Bueno? al descolgar el teléfono o el popular Está padre, que en España identificamos como típicamente mejicanas.
· Y finalmente un peculiar deje, esa forma especial de acentuar las palabras, más o menos acusado según la zona geográfica, que dota a las frases de una peculiar musicalidad.
Todas estas peculiaridades del español mejicano son escuchadas con simpatía en el resto del mundo hispano-hablante y resuenan con ecos entrañables en los oídos de un español de España.
RELACIONES LINGÜÍSTICO-CULTURALES ENTRE ESPAÑA Y MÉXICO EN LA ÉPOCA CONTEMPORÁNEA
Tras este pequeño paréntesis, voy a retomar la historia de las relaciones lingüístico-culturales entre España y México posteriores al Virreinato. Después de la firma del Acta de Independencia, las nuevas autoridades, que también participaban de las ideas de la Ilustración, continuaron con la política castellanizadora en detrimento de las demás culturas. Por ello, durante el siglo XIX, el español continuó siendo el lenguaje político, administrativo y el de la enseñanza oficial. En las escuelas de las comunidades indígenas únicamente se usaban otras lenguas para facilitar el aprendizaje de las primeras letras a los niños más pequeños. Por lo que respecta a la enseñanza superior, la Real y Pontificia Universidad de México se cerró once años después de conseguida la Independencia y, en su lugar, se crearon otras nuevas Universidades que pronto alcanzarían reconocimiento internacional.
Además, los lazos culturales entre los dos países continuaban firmemente apretados. Los superiores de las órdenes religiosas seguían dirigiéndolas desde España. En el ámbito literario, la potente industria editorial mejicana surtía de libros a las bibliotecas españolas, y brillantes escritores, como Amado Nervo, gozaban de gran popularidad en la Madre Patria. Pero lo más fundamental era, sin duda, el hecho de que en la amplia población de orígenes hispanos subsistían las antiguas relaciones familiares y afectivas, intelectuales y económicas, que se mantenían sin fisuras al margen de las discrepancias políticas. Esta red de amistades y proyectos comunes favorecerá la integración posterior entre españoles y mejicanos.
Durante las dos primeras décadas del siglo XX, Madrid fue uno de los refugios predilectos de intelectuales mexicanos que huían de los vaivenes de la Revolución. A ello contribuyó en gran medida, la efervescencia cultural y política de la capital de España, en pleno apogeo de la Generación del 98 (Unamuno, Valle Inclán, Azorín, Pío Baroja, Machado, etc) y con el auge de los movimientos vanguardistas, que dieron lugar a una extensa producción artística y literaria, y que se manifestaban en las numerosas y chispeantes tertulias de los cafés.
Algunos de los mexicanos que vinieron a España, como Martín Luis Guzmán, Alfonso Reyes y el pintor Fernando Gamboa, tenían estrechos vínculos con las autoridades republicanas españolas. Debido a esta circunstancia, al terminar nuestra Guerra Civil en el año 1939, actuaron de intermediarios con el entonces presidente Lázaro Cárdenas, quien facilitó el establecimiento en México de cerca de 25.000 españoles, que huían de los horrores de la guerra, de la persecución del franquismo o de los campos de concentración franceses, y confiaban en poder rehacer su vida en un nuevo país, con el que compartían el idioma y un rico pasado histórico.
Entre los exiliados españoles había figuras importantes de la Generación del Veintisiete como León Felipe, Luis Cernuda, María Zambrano, Max Aub, Luis Buñuel, Manuel Altolaguirre y Juan Rejano, además de muchos otros, no tan conocidos pero que, como ellos, ejercieron como profesores, periodistas, filósofos y escritores, revitalizando lo español y enriqueciendo la cultura de su país de acogida. Aquí se establecieron y muchos descansan para siempre en suelo mejicano.
Así lo cantaba el poeta Pedro Garfias en un poema titulado Entre España y México:
“Qué hilo tan fino, qué delgado junco/de acero fiel nos une y nos separa/con España presente en el recuerdo/con México presente en la esperanza.”
Después de 1940, durante los primeros años de la dictadura de Franco, las malas relaciones políticas entre ambos Gobiernos tuvieron como consecuencia que en España se limitara la difusión y circulación de libros editados en México. Pero a pesar de este apagón literario, las relaciones lingüístico-culturales se mantuvieron mediante dos vehículos: el cine y las canciones: Actores y cantantes desempeñaron el papel de intermediación que antes había correspondido a los escritores.
Es importante destacar que fue la Academia Mexicana de la Lengua quien inició el deshielo diplomático en 1951, organizando un Congreso en Ciudad de México para el que fueron convocadas las otras 22 Academias de la Lengua Española. En dicho Congreso se promovió la creación de una Asociación de todas ellas, cuya Presidencia se ofreció generosamente a la Real Academia Española.
La situación se fue normalizando a partir de entonces y, con la Transición Española de 1978 y la democratización de nuestro sistema político, terminaron definitivamente los pasados recelos y desencuentros. Buena prueba de ello es el hecho de que, entre los galardonados con el Premio Cervantes, el Nobel de las Letras Españolas, que anualmente entrega el Rey de España, figuran seis prestigiosos escritores mexicanos: Octavio Paz, Carlos Fuentes, Sergio Pitol, José Emilio Pacheco, Elena Poniatowska y Fernando del Paso.
En este siglo XXI, un elevado número de estudiantes mexicanos cursan estudios en las Universidades españolas, especialmente en Madrid, Salamanca y Alcalá de Henares, y los avances tecnológicos en el campo de las comunicaciones posibilitan una mayor fluidez en las relaciones, nunca interrumpidas, entre los ciudadanos de ambos países.
Y, para finalizar esta intervención, quiero destacar cómo actualmente estamos asistiendo en todo el mundo al nacimiento de una sensibilidad creciente hacia los derechos de los pueblos indígenas, y más concretamente, al derecho a conocer su pasado y a conservar sus propias lenguas y culturas. Esto ha motivado el interés por estudiar de nuevo, revisando y analizando, bajo la perspectiva de nuevas metodologías, los antiguos escritos de aquellos Cronistas de Indias que recogieron en sus obras las costumbres y tradiciones de los pueblos precolombinos.
Volvemos así a uno de los pilares fundamentales de nuestro puente lingüístico-cultural, ese puente que empezó a construirse en el siglo XVI y que ha ido creciendo en el transcurso del tiempo hasta llegar a nuestros días. Y ello ha sido así gracias a la argamasa que ha unido todos sus elementos. Esa argamasa está formada por el idioma común, la religión, la sangre compartida, el respeto mutuo y, sobre todo, el afecto recíproco y sincero entre México y España.
MUCHAS GRACIAS.
Conferencia impartida el jueves 18 de Octubre de 2018 en Monterrey (México) a invitación de la Universidad Autónoma de Nuevo León.