II. La desigualdad en el Siglo XXI y el papel del Estado (Continuación del ártículo: "Igualdad, Democracia y Estado" del mismo autor) )

Llegamos así a la dramática situación actual en materia de desigualdad de rentas y riquezas no solo en los países subdesarrollados y emergentes sino en los países más ricos del mundo occidental. Conviene recordar algunos datos que, no por sobradamente conocidos, dejan de estremecer cuando se analizan detenidamente.

Según un reciente informe de la O.C.D.E. las diferencias entre la renta media del 10% de la población mas rica y la renta media del 10% de la población mas pobre en cada uno de los países miembros de la Organización oscila entre treinta veces en México y cinco en Dinamarca. España es el cuarto país donde la diferencia es mayor (catorce veces), tras EEUU(dieciséis) y Turquía (quince), además del ya citado México. Pero tan importante o mas es el hecho de que en todos los países considerados excepto en seis, las diferencias han aumentado entre 2007 y 2011. En España ha pasado de ocho veces en 2007 a catorce en 2011.

A nivel mundial los datos son aún mas desalentadores. Según Oxfam, en 2012 la riqueza del 1% de la población mundial mas rica ascendía al 110 billones de dólares, una cifra 65 veces mayor que el total de la riqueza que posee la mitad mas pobre de la población mundial.

 

En España, según la revista Forbes, las cien mayores fortunas suponen el 15% del P.I.B. Los datos sobre las retribuciones de los miembros de los consejos de administración de las empresas del IBEX 35 sobrecogen cuando se comparan con las cifras del salario mínimo interprofesional.

Esta ominosa desigualdad en la riqueza y la renta de las personas, que ha ido aumentando notablemente a partir de los últimos 40 años, especialmente en los países mas ricos, ¿responden a una situación coyuntural causada por las políticas neoliberales que se han impuesto en los últimos decenios en la mayor parte de los países occidentales o se trata de una situación estructural consustancial con el sistema capitalista de libre mercado? Hasta ahora, como señala Robert M. Solow – Premio Nobel de Economía en 1987 – la discusión ha puesto sobre la mesa una serie de factores explicativos: la erosión del salario mínimo real, la decadencia de los sindicatos y de la negociación colectiva, la globalización y la intensificación de la competencia de trabajadores de bajos salarios en países pobres, cambios y desplazamientos tecnológicos en la demanda que eliminan puestos de trabajo de nivel medio y polarizan el mercado laboral entre una capa superior de trabajadores altamente escolarizados y capacitados y una capa inferior, la masa no cualificada y de escasa educación… etc.

Si bien cada una de estas posibles causas parece captar algo de la verdad, incluso tomadas en su conjunto no ofrecen una explicación del todo satisfactoria. Sus deficiencias son al menos dos. En primer lugar, no explican la parte realmente extrema de la situación: la tendencia de los ingresos mas altos – los del “1 por ciento” – a alejarse de los del resto de la sociedad y, en segundo lugar, parecen un poco fortuitas, accidentales, sobre todo al considerar que sería mas probable que una tendencia de cuarenta años, común en economías avanzadas como las de EEUU, Europa y Japón, descansara sobre fuerzas mas profundas del capitalismo industrial moderno.

Para dar respuesta a estas preguntas y a otras muchas sobre el funcionamiento del sistema capitalista, el profesor francés Thomas Piketty y sus colaboradores han dedicado un gran esfuerzo de recopilación de datos sobre el comportamiento de las principales variables económicas en Europa y los EEUU en los dos últimos siglos. El resultado se recoge en el libro El capital en el siglo XXI de enorme impacto en los medios académicos, financieros y políticos, especialmente a partir de su publicación en ingles en 2014.

De forma muy resumida, la tesis del economista francés afirma que bajo determinados supuestos – que los ricos ahorren lo suficiente – la proporción entre la riqueza heredada y los ingresos o salarios seguirá aumentando mientras que la tasa media de rendimiento del capital (R) exceda del crecimiento de la economía en su conjunto (G). Piketty sostiene que ésta ha sido la norma histórica, salvo el periodo de entreguerras del siglo pasado, y que responde a un funcionamiento normal del sistema capitalista y no a un funcionamiento defectuoso del mismo.

En realidad, como sostiene Paul Krugman, el economista galo ve la historia económica como la historia de una carrera entre la acumulación de capital y otros factores que impulsan el crecimiento, sobre todo el crecimiento demográfico y el progreso tecnológico. Esta carrera, según Krugman, no puede tener un vencedor definitivo; a muy largo plazo la reserva de capital y la renta total deben crecer al mismo ritmo si bien un extremo u otro pueden tomar la delantera durante décadas enteras. En vísperas de la Primera Guerra Mundial Europa había acumulado capital equivalente a seis o siete veces la renta nacional anual. Sin embargo, durante las cuatro décadas siguientes una combinación de destrucción física y desvío de los ahorros hacia los esfuerzos bélicos cortó por la mitad esa relación. La acumulación de capital se reanudó después de la Segunda Guerra Mundial pero ese fue un periodo de crecimiento económico espectacular -”Los treinta gloriosos”- por lo que la proporción entre el capital y la renta se mantuvo baja. A partir de la década de 1970, sin embargo, la desaceleración del crecimiento supuso un aumento de la proporción del capital por lo que éste y la riqueza mostraron una tendencia constante hacia el regreso a los niveles de la Belle Epoque; Tal acumulación de capital recreará, según Piketty, la desigualdad característica de este período, a menos que encuentre oposición por parte de una política fiscal progresiva. Casi todos los modelos económicos sostienen que si el crecimiento cae – algo que ha sucedido desde 1970 y probablemente continúe haciéndolo en próximos años- la tasa de crecimiento real del capital también caerá aunque Piketty afirma que (R) caerá menos que (G).

De ser cierto lo sostenido por Piketty, una consecuencia inmediata sería una redistribución de la renta: la parte correspondiente a los salarios disminuiría a la vez que crecería la de los propietarios del capital. Para Krugman, sin embargo, la proporción de salarios y rentas del capital viene oscilando a lo largo del tiempo. En Gran Bretaña, por ejemplo, la participación del capital en el Producto Nacional – ya sea en forma de beneficios empresariales, dividendos, rentas o rentas de capitales- se redujo de alrededor del 40% antes de la Primera Guerra Mundial a apenas 20%alrededor del 1970 y desde entonces ha estado creciendo continuamente. En EEUU la evolución es menos clara aunque allí también se está produciendo una redistribución a favor del capital. En particular, los beneficios empresariales se han disparado desde que comenzó la crisis financiera en 2007 mientras que los salarios, incluidos los salarios altamente cualificados, se han estancado. En cualquier caso, cuando la tasa de rendimiento del capital es muy superior a la tasa de crecimiento económico “el pasado tiende a devorar al porvenir”: la sociedad tiende inexorablemente hacia la dominación por parte de los propietarios de la riqueza heredada. Las estimaciones de Piketty de (R) y (G) globales a largo plazo sugieren que la era de la igualdad ha quedado atrás y que hoy las condiciones son idóneas para el establecimiento del capitalismo patrimonial.

Por otra parte, como señalaba Krugman y reconoce igualmente Piketty, la elevada desigualdad en el mundo de hoy – el aumento del 1 por ciento mas rico en el mundo anglosajón, especialmente en EEUU – no tiene solo que ver con la acumulación del capital. Se relaciona también con las remuneraciones y los salarios notablemente altos. A decir verdad, lo que ha ocurrido en los EEUU y comenzamos a ver en otros lugares del mundo es algo radicalmente nuevo: el ascenso de los “supersalarios” aunque el capital sigue siendo importante; En los estratos mas altos de la sociedad, el ingreso derivado del capital conserva su supremacía frente a los ingresos por sueldos, salarios y bonificaciones. No obstante, los ingresos salariales en la parte superior también se han disparado . Los salarios reales de la mayoría de los trabajadores de los EEUU han aumentado poco o nada desde principios de 1970 pero los salarios del 1 por ciento de los asalariados mejor retribuidos se ha incrementado 165 por ciento y los salarios del 0,1 por ciento se han incrementado un 362 por ciento.

Algunos economistas norteamericanos sugieren que este aumento está impulsado por los cambios en la tecnología. El economista de Chicago Sherwin Rosen sostiene que la tecnología moderna de las comunicaciones, mediante la ampliación del alcance de las personas con talento, crea mercados del tipo “el ganador se lo lleva todo” en los que un puñado de individuos excepcionales cosecha enormes frutos, incluso si son solamente un poco mejores en lo que hacen que sus rivales peor pagados (Messi, Beckham, Ronaldo; Maradonna, Lady Gaga, etc.)

Ni Piketty ni Krugman están convencidos de esta explicación. Este ultimo señala que la desigualdad actual no tiene que ver con la meritocracia, tiene que ver con las oligarquías. Quienes hacen apología de la creciente desigualdad casi siempre intentan disparar los enormes ingresos de los verdaderamente ricos mezclando a estos con los meramente acomodados. En vez de hablar del 1% o del 0,1% con mas dinero hablan del aumento de los ingresos de los titulados universitarios o tal vez del 5% con ingresos mas elevados. El objetivo es suavizar la imagen para que parezca que estamos hablando de profesionales altamente cualificados que salen adelante gracias a la formación y al trabajo. Pero muchos norteamericanos, sigue diciendo Krugman, tienen buena formación y sin embargo sus retribuciones son escasas. En 2013, veinticinco gestores de fondos de cobertura ganaron mas del doble que todos los maestros de educación infantil de EEUU juntos. Esta situación no se ha producido siempre. La enorme distancia que ahora separa a la clase media de los verdaderamente ricos no aparece hasta los gobiernos de Ronald Reagan. Por otra parte, los conservadores quieren hacer creer que las grandes remuneraciones actuales van a parar a los innovadores y a los emprendedores, personas que crean empresas y hacen avanzar la tecnología pero eso no es lo que hacen los gestores de fondos de cobertura para ganarse la vida. Su negocio es la especulación financiera que no crea riqueza ni puestos de trabajo, concluye Krugman.

Por su parte, Piketty cree que los artistas y deportistas mas famosos solo representan una pequeña fracción de las elites de las ganancias. La verdadera élite es la de los ejecutivos de diversos tipos cuyos rendimiento son difícilmente evaluables y, además, perciben retribuciones en gran parte fijadas por ellos mismos, limitadas solo por normas sociales cuyo deterioro en los últimos años es notorio.

En cualquier caso, como señala Robert M. Solow, es bastante evidente que la clase de los “superdirectores” pertenece social y políticamente a los rentistas y no al campo mas grande de los profesionales asalariados o independientes. Nos encontramos realmente con lo que Acemoglu y Robinson calificarían de “élites extractivas”.

Volviendo a Piketty, el profesor francés parecería ofrecer una visión cuasi determinista de la historia en la que todo fluye a partir de las tasas de crecimiento de la población y el progreso tecnológico y del rendimiento del capital acumulado. En realidad Piketty deja claro que las políticas públicas pueden producir enormes diferencias en esas tendencias espontaneas del sistema capitalista. Incluso si las condiciones subyacentes apuntan hacia la desigualdad extrema – lo que el mismo llama “un cambio de dirección hacia la oligarquía” –esta tendencia puede ser revertida si la clase política así lo decidiera. Además, cuando hacemos la comparación entre la tasa de rendimiento del capital y la tasa de crecimiento económico, lo que importa es el rendimiento de la riqueza después de pagar impuestos. Así, los impuestos progresivos, en particular sobre el patrimonio y la herencia, pueden ser una poderosa fuerza para limitar las desigualdades.

La cuestión es, pues, qué instituciones y qué políticas públicas permitirían regular de manera justa y eficaz el capitalismo patrimonial globalizado de éste siglo que esta en sus comienzos. Para Piketty la institución ideal que permitiría evitar una espiral desigualitaria sin fin y recobrar el control de la dinámica en curso sería la implantación de un impuesto mundial y progresivo sobre el capital. Este instrumento tendría, además, la virtud de producir transparencia democrática y financiera sobre los patrimonios, lo que es una condición necesaria para una regulación eficaz del sistema bancario y de los flujos financieros internacionales. Como han señalado muchos autores, en su forma auténticamente mundial el impuesto global no deja de ser hoy día una utopía por lo que solo podría aplicarse con posibilidades de éxito a nivel regional, especialmente europeo.

Pero si el impuesto global sobre el capital es hoy por hoy inalcanzable lo cierto es que la lucha contra las desigualdades y contra la pobreza es irrenunciable no solo por razones morales y económicas, sino también en defensa de la democracia. La sociología política ha venido realizando en las ultimas décadas estudios empíricos en los que se pone de manifiesto la influencia de las grandes corporaciones, especialmente multinacionales, en la adopción de medidas legislativas y ejecutivas en EEUU y Europa, al margen muchas veces de los intereses de los ciudadanos afectados por las mismas. Estas evidencias empíricas ya habían sido señaladas por Rousseau, para quien la ley, expresión de la voluntad general, no puede afectar por igual a todos los ciudadanos si unos son pobres y otros ricos. Para que la democracia sea practicable es preciso que no haya grandes desigualdades económicas. En ese mismo sentido, la sociedad de una sola clase de Jefferson.

Hoy día, como señalaba Dahendorf, es también trascendental para el funcionamiento de una autentica democracia la existencia de una pluralidad de medios de comunicación que no estén en manos de unos pocos grupos privados que puedan orientar la opinión de los ciudadanos en una determinada dirección, sin que existan medios que puedan ofrecer visiones diferentes que permitan a la audiencia formarse opiniones equilibradas.

Pero, volviendo al tema central de las desigualdades y la pobreza existentes en la actualidad incluso en los países ricos, lo cierto es que, al margen de planteamientos mas o menos utópicos a nivel mundial, es necesario emprender una serie de políticas para combatir decididamente la situación al menos a nivel de los estados. Se impone una rotunda lucha contra la evasión y la elusión fiscal, la eliminación de los paraísos fiscales, el reforzamiento de los órganos de control y supervisión de las transacciones financieras y movimiento de capitales, junto con el blindaje de los derechos sociales, incluidos el derecho a la educación y a la sanidad universales; a una vivienda y a un empleo dignos así como a una renta mínima de inserción en los casos en que fuese necesario para evitar situaciones de pobreza y de exclusión social.

Estas políticas presuponen la existencia de suficientes recursos para su financiación para lo que sería imprescindible realizar una transformación del sistema tributario para que fuera justo, progresivo y suficiente.

Pero todas estas medidas y otras muchas que habría que poner en práctica para alcanzar el objetivo de una mayor justicia distributiva y una autentica democracia exigen como requisito previo la existencia de un Estado fuerte, dotado de competencias y recursos que permitieran llevar a cabo estas políticas y muy en particular políticas de redistribución de rentas y riqueza.

Aunque no es este el lugar apropiado para tratar en profundidad el tema de la naturaleza, alcance y límites de la organización política que desde comienzos de la Edad Moderna venimos conociendo como el término de Estado si conviene dejar apuntado el problema del papel del mismo en la regulación del derecho de propiedad en el seno de la sociedad civil.

Una tradición continuadora de Locke presupone que la valoración de la libertad requiere el reconocimiento de unos derechos naturales de propiedad muy sólidos. En el desarrollo libertario de esta concepción uno de cuyos máximos exponentes en la actualidad es Robert Nozick, profesor de la Universidad de Harvard – estos derechos son tan poderosos que el gobierno no puede entrometerse bajo ningún concepto en su camino. En el “Estado mínimo” de Nozick, el gobierno tiene el deber de hacer respetar los derechos de propiedad individuales pero no puede hacer pagar impuestos más allá de la cantidad necesaria para defender a unos ciudadanos de otros y a sus propios ciudadanos de posibles agresores extranjeros. En particular, según esta concepción, cuando el Estado pretende transferir propiedad de unos ciudadanos (los ricos) a otros (los pobres) el Estado viola los derechos individuales a la propiedad. La distribución debe hacerse solamente mediante el libre mercado y los donativos voluntarios de caridad. Esta forma de capitalismo sitúa la libertad y la propiedad de un individuo en el interior de su “esfera protegida” de derechos, en la que nadie en absoluto, sea gobierno o individuo, puede interferir sin consentimiento del individuo afectado. Evidentemente, esta postura hace imposible una política redistributiva con lo que se mantendrían o incluso aumentarían a lo largo del tiempo las diferencias. Sería el resultado ineludible de la doctrina clásica del “Laissez faire, laissez passer, le monde va de lui même”.

Una concepción contraria al libertarismo señala, efectivamente, que éste conducirá inevitablemente a enormes desigualdades de propiedad entre los individuos que, a la vez, repercutirán negativamente sobre las libertades – o cuando menos las oportunidades – de los más pobres y haría imposible una auténtica democracia. Esta concepción, el liberalismo del bienestar, arguye que debe haber una redistribución de la riqueza desde los más ricos hacia los menos afortunados a fin de asegurar una igual libertad para todos. La propiedad queda fuera de la esfera protegida del individuo y el gobierno tiene el deber de supervisar e intervenir allí donde sea preciso, sujeto a las leyes, en aras de la libertad y la justicia. La versión más importante del liberalismo del bienestar se halla en el libro de John Rawls “Una teoría de la justicia” que el profesor de Harvard publicó en 1971, muy criticado, por cierto, por su colega de la misma universidad Robert Nozick.

Así pues, Rawls y Nozick responden de distinta manera a la cuestión de la justicia distributiva; Una concepción plenamente desarrollada tiene que responder a toda una serie de cuestiones: ¿Existen derechos de propiedad naturales? ¿Qué espacio debe ocupar el libre mercado? ¿Son tolerables las grandes desigualdades de riqueza?¿Que papel debería jugar el Gobierno? En realidad, se han dado muchas respuestas a estas preguntas pero el debate sobre cuál es la correcta sigue abierto. En un terreno más estrictamente político que filosófico el problema de la desigualdad puede plantearse desde la clásica distinción entre derechas e izquierdas en el espectro político. Como señala Bobbio, la esencia de la distinción consiste precisamente en la diferente actitud que las dos posiciones muestran sistemáticamente frente a la idea de igualdad que es, junto a la de la libertad y la paz, uno de los fines últimos que los hombres se proponen alcanzar y por los cuales están dispuestos a luchar.

Las corrientes igualitarias, a pesar de no ignorar que los hombres son en unos aspectos iguales y en otros desiguales, dan mayor importancia para atribuirles derechos y obligaciones a lo que les hace iguales en lugar de a lo que les hace desiguales. La izquierda parte, siguiendo a Rousseau,de la convicción de que la mayor parte de las desigualdades son de origen social y, por lo tanto, eliminables. Lo que caracteriza a una política igualitaria es su intento de remover los obstáculos que convierten a hombres y mujeres en menos iguales, es decir, luchar contra los tres principales frentes de desigualdad: la clase, la raza y el sexo. Como sostiene Luciano Canfora, la izquierda se alinea en el lado de la inclusión, de la aceptación del otro, del diferente, del excluido. En cambio, la derecha excluye y tiende a conservar las situaciones adquiridas de bienestar o privilegios para ciertas clases y categorías.

Hace ya algunos años que se viene afirmando que la distinción entre derecha e izquierda, que tiene su origen en la Revolución Francesa, no tiene sentido en nuestros días puesto que las ideologías han hecho crisis. Recordemos la tesis de Fukuyama sobre el fin de la Historia y el triunfo definitivo de las ideas demo-liberales. Los acontecimientos de los últimos años no dejan lugar a dudas sobre lo equivocado de tal afirmación, aunque desde posiciones supuestamente progresistas se ha llegado a decir que las apelaciones a la distinción entre derecha e izquierda es propio de trileros.

Por otra parte, algunos autores, como Panebianco, señalaban que lo importante no es debatir sobre ideologías sino sobre problemas. Creer que cuando se discuten problemas concretos se puede llegar a acuerdos sobre una única solución posible es el fruto de la habitual ilusión tecnocrática no siempre compatible con una concepción democrática de la sociedad y de la política.

También se dice que las etiquetas derecha e izquierda se han convertido en meras ficciones porque la complejidad de los problemas que gobiernos y partidos deben afrontar hace que derechistas e izquierdistas digan casi las mismas cosas y presenten programas y objetivos similares. A pesar de lo que puede haber de cierto en estas críticas a la distinción de referencia y de que a lo largo de los dos últimos siglos los contenidos concretos de ambas posiciones hayan ido modificándose, lo cierto es que continúa vigente la contraposición entre una visión horizontal o igualitaria de la sociedad y una visión vertical o desigualitaria.

Lo que parece evidente es que si son ciertas las predicciones de Piketty sobre la inevitabilidad del mantenimiento o incluso el aumento de las desigualdades sociales si se deja actuar espontáneamente al sistema capitalista de libre mercado, la única posibilidad de revertir este proceso es la actuación de un estado fuerte, dotado de amplias competencias y de una administración eficaz y eficiente para implementar las políticas a que hemos hecho referencia anteriormente.

Tratar de dar un viraje de tal envergadura a la economía y a la política en un sistema cada vez más globalizado se presenta como una tarea de titanes que sólo puede inspirarse en los valores de la libertad, la igualdad, la solidaridad y la justicia, valores de la social democracia que tanto contribuyó a la prosperidad de Europa al final de la Segunda Guerra Mundial. Frente al desmantelamiento de las Administraciones Públicas y el adelgazamiento de las estructuras estatales sólo cabe el reforzamiento de lo público para detener los procesos que, con uno u otro nombre, tratan de transferir a los mercados la producción y suministro de bienes y servicios que, por constituir auténticos derechos inherentes a la condición de ciudadano, deben quedar al margen del juego de la oferta y la demanda cuyo resultado, perfectamente previsible, es el mantenimiento de la dualidad social propia de las sociedades capitalistas del s. XIX y su retorno dos siglos después.

Siguen vigentes hoy más que nunca las palabras que en 1685 pronunció Richard Rumbold, líder del movimiento inglés de los Niveladores: “Estoy seguro de que ningún hombre ha nacido con una marca divina que lo eleve sobre los otros; pues nadie viene al mundo con una silla de montar en sus espaldas y ningún otro con botas y espuelas para montarlo”.

-Julián Álvarez Álvarez