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Viernes 09 de Mayo de 2014 09:01

5. El Gran Cañón en sus dos vertientes

por Manager
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 Eran poco más de las 4 de la tarde cuando, después de pagar los consabidos 25 dólares (se pagan cinco dólares más cuando hay transporte, siempre gratuito, en el interior del parque), entramos  por el acceso de Desert View a unos 2.300 metros de altitud, en el South Rim, o borde sur, del Grand Canyon National Park. Desde allí puede verse una gran panorámica del curso previo del río y de la confluencia con el Paria, su afluente, a unos 1.400 metros por debajo del nivel en que nos encontrábamos. En la década de los treinta se levantó una torre vigía de tres pisos, a semejanza de las que construían los anasazi, desde la que puede contemplarse una grandiosa panorámica del parque. Una ancha carretera, la Desert View Drive, bordea durante unos 35 kilómetros el majestuoso cañón hasta el extremo este. A lo largo del camino hay varios miradores para satisfacer la demanda del incipiente turismo con la vista del cañón; el principal es Grand View Point adonde, al parecer, llegó en 1540 la expedición comandada por Coronado, de la que dio testimonio escrito 20 años después un clérigo apellidado Crespi. Por desgracia, en fecha muy reciente zonas muy extensas del bosque han sido pasto de las llamas, que han dejado un rastro de desolación a su paso. El centro propiamente dicho del parque está bastante más allá, en la zona de Grand Canyon Village, que cuenta con todos los servicios necesarios: el centro de visitantes, los alojamientos del parque (hotel, residencias, cabañas), la cafetería-restaurante, el supermercado, etc. En torno al conglomerado hay varios miradores más para contemplar el cañón en toda su majestuosidad: Yaki Point (en donde comienza el sendero de mayor pendiente para bajar al fondo del cañón, 13 kilómetros en los que se salvan más de 1.400 metros de desnivel) y Yavapai Point (de donde sale el otro y más largo sendero –20 kilómetros- para descender a las profundidades del cañón), ambos nombres evocadores de pueblos indígenas que vivieron en la zona. A partir de ahí comienza otra carretera, la Hermit Road, que en temporada alta sólo se puede transitar en autobuses del parque, y que tiene también varios puntos panorámicos igualmente sugerentes: Maricopa, Hopi, Mohave y Pima.

 

Panorámica del Gran Cañón desde la torre vigía en lña entrada de Desert View 

 

El Gran Cañón se inicia en la confluencia de los ríos Paria y Colorado, al este, y se extiende por el oeste más de un centenar de kilómetros hasta cerca de las aguas embalsadas del lago Mead. A finales del siglo XIX hubo varios intentos infructuosos de explotar el cobre del fondo del cañón (el acarreo del mineral en mulas no hacía rentable la empresa), a lo que siguió la construcción de hoteles para satisfacer el incipiente turismo en la zona. Pero sólo en 1908, a raíz de una visita del presidente Theodore Roosevelt al cañón en la que dijo que éste debía preservarse para las futuras generaciones “como la maravilla que todos los americanos deberían conocer”, quedaría el cañón bajo la protección del Estado.

 

Testimonio de la llegada de Coronado en 1540

 

En 1919 fue declarado parque nacional y, actualmente, es visitado por cerca de cinco millones de personas al año; se recomienda evitar las visitas en pleno estío, por el calor sofocante (sobre todo en el fondo) y las aglomeraciones. Además del servicio de autobuses del parque, un antiguo tren de vapor recorre el trayecto entre el parque y la ciudad de Williams, cien kilómetros al sur, en las cercanías de Flagstaff.

 

 

Vista desde un mirador de Desert View Drive

 

El cañón está formado por numerosos estratos de roca –caliza, sobre todo, arenisca y esquisto- que se superponen en paralelo, y ya en la base, e inclinados a causa de la mayor erosión, por otros de cuarzo y esquisto. Si bien su origen se remonta a tiempos remotos, los mayores cambios datan de fecha relativamente reciente para la geología: hace unos cuatro millones de años, las turbulentas aguas del río Colorado comenzaron a excavar las paredes del cañón, que hoy se encuentra a unos 1.400 metros de profundidad, siendo mayor la erosión en algunos puntos debido a la inclinación de la meseta del Kaibab que está en la base. La anchura del cañón y sus originales formaciones rocosas son consecuencia, una vez más, de la erosión que producen la lluvia, el viento y el hielo en las capas de arenisca y caliza.

 

Puesta de sol cerca de Canyon Village

 

Al congelarse el agua en invierno debido a las bajas temperaturas, las grietas que hay en la piedra se expanden y presionan sobre las rocas: las más blandas se erosionan y dan lugar a paredes inclinadas, mientras que las más duras resisten y forman paredes verticales. Tal es la panorámica que podemos ver a todo lo largo del Gran Cañón: laderas con montículos y pináculos erosionados que se sustentan sobre otros más anchos cortados a pico. El gradiente inclinado de las capas inferiores de la meseta y el gran volumen de sedimentos que arrastra el río son los principales causantes de la erosión. El cañón es una auténtica sinfonía de colores por los diversos estratos de piedra que lo forman, variando ésta en el curso del día según la incidencia y la intensidad solar. Si ya de por sí es monumental el cañón –por sus formas repetidas ad infinitum y por sus extraordinarias dimensiones, que lo hacen de todo punto incomparable- su belleza radica sobre todo en la iridiscente gama de colores de las rocas y en los sutiles cambios de luces y sombras según cómo incida la luz solar.

 

Las sombras se abaten sobre el Gran Cañón 

 

Pero volvamos ahora a lo que nos importa, a nuestra visita al parque. Nada más llegar nos  dirigimos  a  la  central  de  reservas para  buscar  alojamiento.  Era  un  jueves por la tarde y estábamos al comienzo de la temporada alta, así que difícilmente se podía ser optimista acerca de la posibilidad de  encontrar  un  sitio  donde  alojarnos. Pero no había más remedio que intentarlo. Por  fortuna,  mi  actitud  pesimista  no  se vio confirmada, pues alguien acababa de hacer una cancelación y había quedado libre una habitación doble con dos camas matrimoniales en una de las residencias del parque. Sin duda, podríamos arreglarnos para pasar una noche. Aprovechando la ocasión y la buena suerte que parecía acompañarnos, nos apuntamos en una lista de espera para alquilar una cabaña al día siguiente en Phantom Ranch al fondo del cañón, si bien nos advirtieron de que nuestras posibilidades de conseguirlo eran muy reducidas pues bastante gente lo había solicitado antes que  nosotros. Teníamos que volver allí a las 6,30 de la mañana del día siguiente, momento en que se distribuían las plazas vacantes entre los presentes por riguroso orden de lista. ¡Menudo madrugón nos esperaba, pues! 

 

Aprovechamos el resto de la tarde para descansar, visitar el Canyon Village, recorrer algunos miradores desde los que se divisa el cañón y cenar frugalmente. Lo mejor vino a la hora del crepúsculo, cuando la conjunción de los colores y formas de la piedra y la iridiscencia e intensidad de la luz vespertina crea una atmósfera única en el cañón, haciendo que los largos -¿o cortos?- minutos en que las últimas luces se pierden en el horizonte resulten poco menos que inolvidables, grabándose indeleblemente en nuestra retina. Seguidamente, tras los ecos de las exclamaciones de admiración de algún que otro visitante conmocionado ante tamaña belleza, el cañón empieza a difuminarse, a desdibujarse, a volverse imprecisos sus límites, a desaparecer, y todo el espacio circundante se cubre de sombras. Fue una experiencia casi mística, de comunión con la naturaleza, similar en cierto modo a la que vivimos días atrás en el Parque Nacional de Arches al contemplar el Delicate Arch bajo los iridiscentes matices de la luz crepuscular (aunque aquí debo señalar que, para Manolo, la sutileza del solitario arco visto bajo la luz crepuscular no tiene parangón).

 

Fotógrafo "retro" con diapositivas y cámara de placa

 

A la mañana siguiente estábamos los cuatro compañeros de fatigas puntuales a la cita que iba a determinar si podríamos bajar o no al fondo del cañón.  Los  americanos  acostumbran  levantarse al amanecer, por lo que las 6 de la mañana no es una hora intempestiva para ellos, pero en este caso tan temprana hora estaba plenamente justificada pues había que descender al fondo del cañón por un sendero  muy empinado de 13 kilómetros y, en lo posible, había que evitar hacerlo en las horas centrales del día. Llegada la hora, un empleado con aire somnoliento comenzó a pasar lista pero nadie  contestó  hasta  que  llegó  a  nosotros,  así que volvimos a recibir una agradable sorpresa: definitivamente podíamos alojarnos en una cabaña de Phantom Ranch y, por tanto, emprender de inmediato el descenso.

 

Bajando por el South Kaibab Trail

 

Como ya hubiéramos aprovisionado las mochilas previendo que pudiéramos pasar la noche en el fondo del cañón, tomamos un autobús del parque hasta Yaki Point (a 2.213 metros de altitud) y empezamos a descender por el South Kaibab Trail hasta Phantom Ranch (a 768 metros sobre el nivel del mar), en la otra orilla del río; en total, 13 kilómetros de pronunciada pendiente que salvaban 1.445 metros de escalofriante desnivel. Al inicio del sendero vemos una serie de carteles que llaman a la moderación y avisan del peligro que supone cualquier tentativa de bajar y subir en el mismo día, pues todos los años hay que rescatar una media de unos 200 excursionistas que desfallecen en el intento, además de que una  media docena pierden la vida sobre todo por despeñamientos.

 

Punto de observación

 

Durante largos trechos, el sendero tiene rellanos escalonados de algo menos de un metro de ancho para facilitar el paso de las mulas, que, formando expediciones, portan en sus lomos visitantes, comida (para Phantom Ranch) y basura (generada en el rancho). No hay ni gota de agua en el camino, pero ello no nos importaba pues cada uno de nosotros llevaba consigo al menos dos litros. Nos detenemos en las escasas y pequeñas explanadas del camino a contemplar las distintas panorámicas del cañón que la bajada nos ofrece. Como sea, quiero retener en la retina, en la memoria, en los pulmones, el espectáculo inigualable que el descenso me ofrece. A esa hora el calor era aún soportable. En dos o tres ocasiones nos cruzamos con reatas de mulas que subían con su correspondiente carga. Descendimos a paso -más bien diría a trote- ligero, saltando prácticamente de tramo en tramo y pasando a cuantos senderistas encontramos en nuestro camino, y tardamos un poco más de tres horas y media en llegar al fondo del cañón (lo normal es de cuatro a seis horas), en donde hubimos de cruzar un puente metálico colgante para pasar a la otra orilla. Mi calzado, que no era de montaña, salió maltrecho de la experiencia y sólo pedía que me aguantase hasta la ascensión del día siguiente.

 

Reata de mulas regrasando a South Rim

 

A la salida del puente hay un remanso del río Colorado con una pequeña playa en la que estaban varadas varias balsas de rafting, sin duda procedentes de esas expediciones que se hacen por el curso del río desde el lago Powell hasta el lago Mead para disfrutar durante varios días de la espectacularidad de los parajes del cañón y de las corrientes bravas. Uno sólo puede bañarse en la orilla de los remansos, pues de lo contrario correría el riesgo de que las fuertes corrientes lo arrastrasen río abajo. Hasta Phantom Ranch todavía hay que andar cerca de un kilómetro entre una vegetación de clima más cálido, como lo demuestra la profusión de chumberas y árboles caducifolios. Fácilmente, habría diez grados de diferencia entre el borde superior y el fondo  del cañón.

 

 

A esa altura, un arroyo de aguas bravas, el Bright Angel Creek, desagua en el Colorado, que lleva mucho caudal en esta época del año debido al deshielo. Phantom Ranch tiene una casona central que hace las veces de cantina y tienda de bebidas, alrededor de una docena de cabañas con cuatro literas cada una y unos corrales para los animales de carga. Junto al arroyo hay un terreno de acampada en el que algunos jóvenes han levantado sus tiendas. Bajar hasta allí siempre había sido un sueño desde la primera, y ya lejana, vez en que estuve por aquellos parajes: en el verano de 1970, con Ingrid y unos amigos de Phoenix, y en la Nochebuena de 1971, en que pese a nuestros deseos (iba con mi hermano y unos amigos de la Universidad de Santa Barbara) no pudimos bajar al fondo del cañón por encontrarse toda la zona cubierta de nieve. Así que a la tercera fue la vencida. Además, apenas estaba fatigado pese al impresionante descenso que hicimos en tan breve espacio de tiempo. Después de aquello me creía capaz de acometer cualquier proeza.

 

Cerca del río Colorado

 

Como en el interior de la cabaña hiciese calor, me fui a la orilla del riachuelo para tratar de aliviar la fatiga de los pies dentro del agua fresca. La vista desde el fondo del cañón es mucho menos dramática, menos impresionante, que desde arriba por la falta de perspectiva; también hay menos matices de color porque la sombra se echa pronto encima debido a la gran profundidad del cañón. Al atardecer, cenamos en el segundo turno –a las 19,30 horas- en la cantina de Phantom Ranch. Hay que contratar previamente el alojamiento y la comida arriba, pues no se puede superar el número de plazas libres y cada turno de comida  está calculado para unos 35 comensales. Eso sí, ponen las fuentes y las perolas a rebosar de comida, de manera que es muy difícil que uno salga con hambre de  allí.  Para  cenar  teníamos  una  copiosa ensalada con toda clase de  verduras frescas, un contundente estofado de ternera y un buen trozo de pastel. La atmósfera que reinaba en el lugar era sumamente distendida, como si todo el mundo se conociera de antemano, como  si  estuviéramos  en  un  albergue  de montaña.

 

 

Compartíamos la mesa y los bancos corridos con cinco mujeres de mediana edad que procedían de todas las partes del país, sobre todo de los estados del Este, de Nueva Inglaterra. Una de ellas era de Nuevo México y no paraba de cantar las excelencias de la vida cultural de Santa Fe, pequeña ciudad que cuenta con una numerosa comunidad de artistas (adquirió renombre sobre todo gracias a la pintora Georgia O’Keefe) y con una de las principales óperas del país. Tras presentarnos unos a otros, nos hicimos fotos, nos reímos de lo lindo, charlamos sobre viajes y actividades de senderismo, etc.

 

 

Algunas de aquellas mujeres se habían atrevido a hacer el recorrido del Rim to Rim, es decir, bajar el cañón desde el North Rim o cara norte, continuar por el North Kaibab Trail (unos 12 kilómetros por el fondo del cañón) y subir por el Bright Angel Trail hasta el South Rim, cerca de 50 kilómetros en total, con desniveles de 1.400 a 1.600 metros según la cara del cañón, que suelen hacerse en dos o tres días de marcha.

 

 

El problema es qué hacer con el coche, pues una vez completado el recorrido habría que recogerlo en el lado opuesto, a más de 300 kilómetros por carretera. Hay que reconocer que muchos americanos tienen auténtico espíritu aventurero y no se arredran ante nada. Por desgracia, mis queridos compañeros de viaje apenas podían comunicarse por su casi total desconocimiento del inglés. Al anochecer, y  para bajar la cena, hicimos una breve marcha (¡había que tener ganas después de la paliza que nos habíamos metido por la mañana y, más aún, de la que nos esperaba al día siguiente!) por el North Kaibab Trail, alumbrados por la luz de los frontales de Fernando y Pilar y por alguna que otra luciérnaga que encontramos al paso.

 

 

Cena en Phanton Ranch

  

A la mañana siguiente, después de aprovisionarnos de una bolsa de comida y bebidas energéticas que nos dieron en Phantom Ranch y de recoger la basura que tenemos que portar con nosotros, emprendimos el ascenso al South Rim por el sendero con menos pendiente, esto es, el Bright Angel. Hay que cruzar también otro puente colgante, si bien éste más corto. La ascensión es algo más fácil por aquí, aunque bastante más larga, unos 20 kilómetros en total. También hay más sombra y se puede encontrar agua en tres puntos a lo largo del camino.

 

Puente colgante sobre el Colorado

 

Tras iniciar con brioso ímpetu la subida, a los siete u ocho kilómetros empecé a desfallecer de cansancio y deshidratación. Conforme avanzaba el día el calor se hacía más sofocante y las zonas de sombra en el camino disminuían hasta desaparecer prácticamente. Al llegar a Indian Garden, casi mediada la ascensión, paré con Manolo junto a un manantial a la sombra -para entonces Fernando y Pilar se habían adelantado ya hasta perderlos de vista- y, tras descalzarnos, metimos los pies y la cabeza en el agua y descansamos un rato en aquel oasis de vegetación frondosa. Yo no hacía más que beber (probablemente mi agotamiento se debió en parte a que apenas comí nada durante la ascensión) y echarme agua por todo el cuerpo. Todavía quedaban dos fuentes de agua a unos cinco y tres kilómetros del Rim, pero para entonces yo estaba sin resuello y confieso que hubo momentos en que lo pasé francamente mal.

 

Panorámica de la subida por el Bright Angel Trail

 

Seguí subiendo a duras penas en compañía de Manolo, que también estaba pasando por un difícil trance. Pero el pundonor y la necesidad hicieron que sacara fuerzas de flaqueza. Tenía la frente empapada en sudor, y éste caía ya salado por los ojos causándome cierta picazón y nublándome la vista, lo que unido al cansancio no contribuía en nada a mejorar mi prestación. Al menos, a modo de consuelo podía ver las referencias de desnivel en los montículos de la cara norte y, al comprobar que me iba acercando al borde, recobraba ánimos. Ya en las dos últimas paradas con fuentes de agua podía verse a bastantes excursionistas que habían descendido hasta allí, en especial a la última, a algo menos de tres kilómetros del borde; por supuesto, luego regresaban. Claro que yo llevaba ya  17 kilómetros a mis espaldas, bastante más de mil metros de ascensión y un agotamiento que no tenía paliativos. Yo sufría, a la vez que sentía un inmenso gozo por la hazaña realizada; pero ciertamente que sufría bajo aquel sol de justicia que no cejaba de cebarse en mí desde las primeras horas del día. Mi calzado, casi destrozado por los continuos e implacables rebotes durante el apresurado descenso, apenas podía resistir más embates. Ya al límite del agotamiento, Manolo y yo pasamos un puente de arenisca y unos 200 metros más allá arribamos al South Rim. Nos dejamos caer derrengados en la hierba. Habíamos empleado 6 horas y 40 minutos en hacer la interminable ascensión, que por momentos devino angustiosa (la estimación media para hacerla es de seis a nueve horas). Fernando y Pilar habían llegado unos 20 minutos antes y, evidentemente, en mejor estado de forma. La verdad es que fue toda una machada pues la ascensión se las traía, pero decididamente me lo pensaría mucho a la hora de repetir la experiencia.

 

Punto de agua en la subida

 

Ya algo repuestos del tremendo esfuerzo, tomamos unos sándwiches, bebimos unas cervezas y compramos algunos recuerdos en Canyon Village, tras lo que proseguimos la ruta deshaciendo el camino andado. Durante  un  rato seguimos viendo las laderas escarpadas del cañón hasta que salimos del parque por el mismo lugar por donde habíamos entrado. Volvimos a Cameron y luego subimos por la carretera 89 hasta un punto cerca de Page en que ésta se bifurca,  dirigiéndonos hacia el oeste. En Mable Canyon, un paraje desértico en el que hay una presa, volvimos a encontrarnos con el curso del Colorado, encajonado entre estrechas paredes cortadas a pico. Aunque en principio teníamos intención de visitar la presa Hoover en las cercanías de Las Vegas, ya no volveríamos a ver más las aguas del impetuoso río. A partir de ahí, dejamos atrás el territorio semidesértico donde malviven los indios navajo y, tras una ligera ascensión, nos introdujimos en una vasta región boscosa. Después de 60 kilómetros atravesando bosques (una vez más, por momentos fantasmales, calcinados por los implacables incendios forestales), llegamos a Jacob Lake que era nuestra siguiente parada y fonda. Es curioso, lo que tomamos en el mapa por un pueblo más o menos grande aunque solitario, apenas era más que una estación de servicio, una cafetería, un motel y varias decenas de cabañas en medio del bosque nacional de Kaibab, una elevada meseta a unos 2.000 metros con un microclima propio.

 

Último esfuerzo bajo el inclemente sol

 

Aunque ya era tarde, por fortuna el motel aún no estaba lleno; nos dieron una habitación y una cabaña de madera. La noche no tardó en echarse encima y, cuando fuimos a cenar, sólo estaba abierta ya la barra de la cafetería, una curiosa barra en forma de U en la que los parroquianos (trabajadores forestales, moteros, viajeros de paso como nosotros...) mantenían animadas conversaciones entre sí. Parecía que fuésemos una gran familia en la que todos nos conociésemos, exponente ilustrativo de esa virtud que tienen los americanos de comunicarse sin prejuicios con el primer desconocido que tienen a su lado. Al poco apareció, habladora y sonriente, una mujer grande y bella enfundada en una chupa de cuero y con un pañuelo anudado al estilo pirata a la cabeza, vestimenta típica de los moteros que viajan con sus majestuosas Harley Davidson. Habladora y sonriente, enseguida se alzó el tono jovial del resto de los presentes, intensificándose el cruce de conversaciones, a la vez que las apuestas entre nosotros sobre si la motera viajaría sola o iría acompañada de un arrogante colega.

 

Motero sin casco

 

A lo largo del camino vimos a muchos moteros, la mayoría en la cincuentena y enfundados en sus chupas y pantalones de cuero, surcando parsimoniosamente el asfalto con sus poderosas y relucientes motos (entre otros, un grupo de cinco cubanos y portorriqueños que hacían el trayecto de ida y vuelta entre Miami y los Angeles en dos semanas). Marchan en general en grupo, conducen con aire marcial –los brazos alargados, los pies extendidos- y no se les ocurre hacer alardes en la carretera. Es como un modo de entender la vida, una filosofía: cuando uno es maduro y tiene una posición desahogada puede darse el capricho de tener una Harley y enrolarse en un club en el que encuentra a otros aficionados como él. Conducir una Harley, y no otra marca de moto por muy buena que sea, es un símbolo de poderío y prestigio, una ostentación recatada que, por lo general, no está al alcance de todos. Tener una Harley es tener un estatus entre los moteros, a la vez que un estilo de vida: elegante, poderoso, sereno, distinto y distante, algo narcisista y muy ligado a la idea de libertad.

 

Grupo de moteros y sus relucientes Harley Davidson

 

Nos sorprende mucho –especialmente a Fernando, que es motero de toda la vida y se muere de la envidia- ver a estos jinetes del asfalto sin el consabido casco de uso obligatorio en nuestras latitudes. Pero es que estamos en EE.UU. y los conceptos de libertad y responsabilidad tienen aquí diferentes matices. Ahora que, eso sí, las leyes están para cumplirlas, por eso nadie se excede en la velocidad. Vimos, pues, muchos moteros sin casco, así como circular artilugios rodantes de impensable homologación en nuestras carreteras, pero en los más de 4.000 kilómetros que recorrimos no vimos ni un solo accidente.  A modo de colofón, puedo decir que aquella singular barra de aquella cafetería en medio de un bosque era un espejo de cierta América profunda, en la que los parroquianos mezclaban tradición con modernidad, el sombrero vaquero con el pañuelo pirata y la chupa motera,  la carcajada espontánea y sonora con la risa amortiguada, la ingenuidad del vaquero con la sutileza del viajero urbano, etc., etc.

 

Panorámica del Gran Cañón desde el North Rim

 

Desde Jacob Lake hubimos de recorrer aún 60 kilómetros más entre pinos, abetos y abedules (por momentos calcinados, cómo no), hasta llegar al North Rim del Grand Canyon National Park, que está en una meseta unos 300 metros por encima de la cara sur. El lugar más alto del parque es el Point Imperial, a 2.684 metros sobre el nivel del mar, desde el que se divisa una vista espectacular del cañón. Hay un sendero –el North Kaibab- que desciende hasta el fondo del cañón, habiendo de  recorrer  luego  unos 10 kilómetros por él para llegar hasta el  lecho  del  río  Colorado,  que fluye junto a las paredes del South Rim  y  prácticamente  no  puede verse desde allí. El sendero para descender, de unos 13 kilómetros, es muy empinado. Pero nosotros nos dábamos por satisfechos con nuestra  hazaña  del  día  anterior.

 

Terraza del centro de visitantes

 

Dimos un largo paseo por el borde para contemplar las espectaculares vistas  que  se  nos  ofrecían  a  la vista, si bien me parecieron más impresionantes las del otro lado, quizá por haber podido gozar de la magia de los iridiscentes colores crepusculares.  Desde la amplia terraza de la cafetería-restaurante se disfrutaba de una vista realmente espectacular. Debido a la mayor altitud y a la orientación, este lado es más frío y tiene una vegetación más alpina. En realidad, está cerrado desde noviembre hasta mediados de mayo a causa de la nieve, mientras que la otra cara está abierta todo el año (si bien, como ya he dicho, la Nochebuena de 1971 no pude bajar con unos amigos al fondo del cañón por estar cubierto de nieve).

 

Grandes extensiones de bosque quemadas

 

En el camping vimos unas caravanas enormes, casi auténticos remolques vivienda, así como grandes camionetas y vehículos todoterreno con las ruedas increíblemente sobrealzadas, entre ellos algún que otro Hummer, transporte originariamente militar reconvertido para fines pacífico. También, alguna pandilla de moteros maduros con inmensas Harley, en una de las cuales nos hicimos fotos. En el recinto había un cine al aire libre (esto es, un drive-in) con un gran anfiteatro para el esparcimiento nocturno de los campistas. Además de las habituales ardillas, vimos algún que otro pavo silvestre.

 

Exuberante naturaleza

 

Pero había muchísima menos gente en este lado del parque, debido posiblemente a que está más aislado y es de más difícil acceso, tiene un clima bastante más frío gran parte del año, cuenta con menos instalaciones y a que las vistas que se divisan desde él son algo menos sobrecogedoras pues apenas puede verse el río. Quizás había sido excesivo el esfuerzo que hubimos de hacer para llegar hasta allí: recorrer más de 300 kilómetros por espacios semidesérticos y gigantescos bosques, por territorios despoblados para ver la otra cara del cañón. Habría valido más la pena, seguramente, visitar el entorno de Page con el lago Powell y sus incomparables simas de arenisca fragmentada. De momento, nos habíamos saturado de bosques y, en menor medida, de vistas panorámicas del cañón, siempre más espectaculares al atardecer gracias a los juegos de luces y sombras.

 

 

Por el mismo camino regresamos a Jacob Lake. Luego, siempre entre bosques, tomamos la carretera 89nen dirección a Kanab, ya en el estado de UTA, en donde al parecer nos había precedido hace unos meses la mujer del presidente Bush que, junto con unas amigas, había pernoctado allí para visitar el parque Bryce. Tras cenar ricamente, pasamos la noche en uno de los muchos moteles que hay en la localidad.

 

El lodge es la categoría superior

 

Creo que es el momento de hablar un poco de esa institución tan americana que es el motel. Incluso se dice que es una de las cosas más genuinamente americanas junto con el béisbol, la coca cola y el pastel de manzana (apple pie). El motel (vocablo que es una contracción de motor y hotel) nació a finales de los años veinte, designándose por dicha voz aquellos hoteles de determinadas características que estaban situados a las afueras de las ciudades para albergar a los primeros turistas motorizados. Posteriormente se extendieron por los centros de los pueblos, las zonas turísticas y, de modo especial, por el desértico oeste americano, en el que lo que sobra es terreno. Muchos se levantan junto a estaciones de servicio o centros comerciales, y por lo general en lugares tranquilos y aislados o en torno a un gran patio retranqueado junto a la carretera. La arquitectura suele ser sencilla e impersonal, anodina, con edificios bajos de una o dos plantas y alargados; el motel se extiende en horizontal, no crece en vertical.  Casi parece que fueran hangares a la orilla de la carretera. Suelen tener letreros grandes de neón con nombres exóticos o evocadores, para atraer al viajero; la magnitud y luminosidad de los letreros son aspectos importantes a la hora de ejercitar el reclamo. Junto a las habitaciones debe haber un estacionamiento para el vehículo, por lo que prácticamente no hay distancia del maletero a la puerta. Las habitaciones –de unos 20 metros de media, incluido el cuarto de baño- tiene dos camas grandes y son totalmente asépticas, austeras, casi diría espartanas, sin el menos lujo ornamental (bueno, a veces algún horrible paisaje idílico cuelga de la pared) ni otro aparato que el indispensable televisor; muchas veces ni siquiera hay teléfono.

 

Motel

 

En ocasiones tienen pequeñas placas de cocina, sobre todo cuando el motel dispone de apartamentos familiares (dos habitaciones con uno o dos baños y un saloncito). El espacio destinado a la recepción es mínimo –con un timbre o campanilla para avisar en caso de ausencia de quien hace las veces de recepcionista- y apenas hay más servicios en ella que una cafetera melita, con algún cookie o caramelo, y un frigorífico de pago con bebidas no alcohólicas; a veces, también una selección, bastante mala por lo general, de DVD. La comunicación entre los cliente es prácticamente nula pues no hay salas de uso común y no suelen servirse desayunos. Todo lo más, los clientes pueden encontrarse en la pequeña piscina, allí donde la hay.  Las pernoctaciones suelen ser breves, de uno a tres días. Lo característico del motel es esa sensación de estar de paso en el hospedaje y en la localidad. Las mayores ventajas del motel es que el precio de la estancia es módico en comparación con otras instalaciones hoteleras y que garantiza el anonimato. Se rellena un escueto formulario, se paga por adelantado y, a cambio, se reciben las llaves de la habitación; por las mañanas uno cierra la puerta, deja la llave y se larga.

 

 

 

 

 

 

 

Ultima modificacion el Viernes 09 de Mayo de 2014 09:42
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