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Jueves 27 de Marzo de 2014 13:24

1. En el aire hacia Denver: de cómo transcurren las horas entre pelis y lecturas

por Manager
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Por fin llegó el esperado día de la partida, el 30 de mayo de 2008. Poco antes de las 9 de la mañana, salgo para el aeropuerto de Barajas, donde dos horas después debo tomar un avión de la compañía
Delta con destino a Atlanta, para conectar luego con un vuelo a Denver, punto de inicio de un anhelado periplo por los parques nacionales del Suroeste de EE.UU. Viajo con tres compañeros de marcha montañera o de viaje más o menos duchos en estas lides: Fernando, que festeja precisamente hoy su onomástica y con quien viajé el año pasado a Noruega e Islandia, Manolo –cordial y pausado fotógrafo cordobés- y Pilar (ambos estuvieron en el viaje por los fiordos noruegos de la primavera pasada). Paso los trámites aeroportuarios sin problemas y a las 10 estoy ya en la zona de embarque, donde me reúno con mis amigos. El avión va lleno y el despegue se demora unos 45 minutos sin que nos den explicación alguna acerca del motivo.

El proyecto se gestó hace aproximadamente un año, cuando le comenté a Fernando que un viaje por los parques nacionales entre las Montañas Rocosas y el Pacífico sería una experiencia inolvidable. El mensa- je no cayó en saco roto y de vez en cuando hablamos al respecto, pero sin entrar en detalles. Tras consul- tar diversas guías (en especial la Fodor’s sobre los parques nacionales del Oeste de América del Norte), comprobé que eran numerosos los parques que podían visitarse en el trayecto, alrededor de una docena
en Colorado, Utah, Nuevo México, Arizona y California (yo ya conocía los de este estado y el Gran Cañón de Arizona por su acceso sur). Decidimos que el grupo debería ser pequeño, no más de cinco personas. En enero nos reunimos en dos ocasiones para concretar el itinerario y las fechas del viaje. Inicialmente, pensamos en realizarlo a principios de mayo, pero luego hubimos de retrasarlo casi un mes porque en el último tercio del viaje, al entrar en Cali- fornia, yo quería reunirme al menos diez días con mis hijas en San Francisco y la fecha idónea para hacerlo era  a  mediados  de  junio. En febrero compramos el billete para volar con Del- ta a Denver, vía Atlanta, el centro de operaciones de la aerolínea.

 


                                                                                                                El grupo al completo: Aurelio. Pilar, Fernando y Manolo
 
Volamos,  pues,  a Atlan- ta  (ciudad  símbolo  de  la Confederación   durante   la Guerra Civil y sede de la multinacional   Coca-Cola),durante casi nueve interminables horas. Dos asientos detrás de mí está una madre con su hijo de unos 10 años, un niño hiperactivo y que prácticamente no para de hablar, con un tono entre chirriante y mo- nótono, en todo el trayecto. Busco refugio en los auriculares para ver alguna de las películas que se me ofrecen en la pantalla del asiento delantero (cada vez más pequeña, cada vez más cerca). Veo La guerra de Charlie Wilson, un filme regular con muy buenos actores (Tom Hanks, Julia Roberts y Philip S. Ho- ffman) sobre la implicación de los norteamericanos en la lucha de los muyahidines afganos contra el invasor ejército ruso a finales de los ochenta, y el principio de otra película llamada Expiación. Vuelvo a ver No es país para viejos (aquí, “No hay lugar para la gente débil”, tal como se tradujo en Hollywood para la población latina) de los hermanos
 
Coen, deleitándome de nuevo con la magis- tral interpretación de Javier Bardem, en el papel del psicópata asesino Anton Chigurh, y la no menos buena de Tommy Lee Jones, ese actorazo de facciones acartonadas especializado en papeles de perseguidor de criminales, comisario de frontera o padre honrado que trata de que se haga justicia caiga quien caiga. La comida que nos ofrecen no está mal pero la encuentro escasa. Finalmente, me pongo a leer la novela autobiográfica de Jean-Dominique Bauby Le scaphandre et le papillon (“La escafandra y la mariposa” en español). Ya me había deleitado meses atrás con la versión cinematográfica de la novela, rodada en francés por el pintor americano Julian Schnabel, director también del filme Antes que anochezca, sobre la vida del es- critor cubano Reynaldo Arenas y que en su momento le valió a Bardem ser candidato al oscar a mejor actor (aquel año se lo birló in- merecidamente Russell Crowe gracias a su papel de rebelde con causa en Gladiador, de Ridley C. Scott).


 

El testimonio de Bauby

Lo cierto es que me atrapó el libro de Bauby, un redactor-jefe de la revista Elle que, a los 40 años y en pleno reconocimiento profesional, sufrió mientras conducía una repentina lesión cardiovascular que le afectó el tronco cerebral y le dejó durante un mes sumido en un coma profundo. Tras recuperar la conciencia sólo pudo llevar en adelante una vida vegetativa, y nunca mejor dicho pues, aparte de mantener intactas las funciones cerebrales, sólo podía mover el párpado del ojo izquierdo. Nada más y nada menos. En todo su cuerpo, lo único que no había sido dañado era un ojo y su párpado. No podía mover ni un pliegue de la piel, ni pronunciar el más mínimo sonido, ni ingerir alimentos por la boca, ni escuchar voces ajenas y menos aún articular sonido alguno. Como dice Bauby en la breve introducción del libro, el tronco cerebral es como el ordenador que transmite las señales entre el cerebro y las terminaciones nerviosas; cuando no funciona, no hay interacción posible.

En la novela, Bauby nos relata su experiencia a raíz del fatal accidente que le dejó definitivamente incomunicado del mundo que le rodeaba -de sus seres queridos, de sus compañeros de profesión, del equipo médico que le atiende en el hospital de Berck-sur-Mer...- y le privó de sus inquietudes y afanes, de sus aficiones, en suma, de sus deseos de seguir viviendo. Su lesión irreversible hace que sea un enfermo en estado catatónico, uno de esos casos clínicos que suscitan la curiosidad de la comunidad médico-científica por su extraordinaria rareza. Mediante el cierre del párpado del único ojo con que puede mover, y tras comprobar la absoluta imposibilidad de comunicarse por otro medio, consigue que le entienda su ortofoniatra. Con infinita paciencia, ésta logra crear un marco en el que poder comunicarse con su atribulado paciente; ella le presenta una tabla con todas las letras del abecedario, dispuestas por orden de frecuencia de utilización en la lengua francesa: desde e, s, a hasta y, x, k, w, que son las letras que menos se usan en dicha lengua. A modo de respuesta, Bauby guiña el ojo –una vez para decir “sí”, dos para decir “no”- a medida que la ortofoniatra le señala las letras; y así, a pasos de hormiguita, va formando palabras, frases, páginas enteras del libro en el que trata de contarnos su estado de ánimo, sus sensaciones, sus recuerdos de un pasado feliz, su terrible incapacidad para expresar las emociones más sencillas, su agotadora lucha por conseguir comunicarse con los potenciales lectores de su libro...
Con anterioridad a la fase de escritura, durante las largas horas de aislamiento y silencio absoluto en
 
que está sumido en la cama del hospital, Bauby ha meditado lo que nos quiere contar y ha elegido con primoroso cuidado los vocablos para expresar sus vivencias. Y una de las cosas que más sorprende de la novela es precisamente la increíble riqueza léxica con que el autor designa los objetos y las sensaciones, alcanzando su prosa por momentos cotas de auténtico lirismo. Incluso llega a corregir las palabras, pues Bauby es un perfeccionista a la hora de expresarse. A través de breves capítulos, como flashes con los que nos quisiera transmitir sus impresiones de la vida satisfactoria que llevó en el pasado (con su familia, con su nueva pareja, con sus compañeros de profesión...) y de la postración vegetativa en que se encuentra en el presente, Bauby hace que las palabras resplandezcan, que cobren un inusitado brillo que les da carta de grandeza por su intensidad y transparencia descriptivas, que nos sorprendan por su precisión y lirismo, que nos deslumbren en suma. Confieso que aunque mi nivel de francés es bastante decente, desconocía el significado de muchas de las palabras del libro, pues son de ésas que si bien están recogidas en el diccionario no se utilizan en la vida cotidiana y apenas aparecen en las obras de creación literaria, salvo en la poesía. Pese a todo, ello no fue óbice para que entendiera cabalmente la narración y pudiera deleitarme con esa capacidad evocadora y esa riqueza de sonidos tan característica de la lengua francesa cuando se utiliza con maestría. Tras un ímprobo esfuerzo para terminar de dictar el libro, su testamento literario, como si fuera una titánica lucha contra el reloj, Bauby murió –aunque su cuerpo ya lo había hecho tiempo atrás, nada más sufrir el fatal accidente- a los 12 días de dar por concluida la redacción de su apasionante e insólito testimonio, como si el sobrehumano esfuerzo le hubiera dejado agotado, sin más ganas de que su corazón siguiera latiendo ni de que su ojo bueno (el derecho se lo habían cosido para evitar posibles infecciones) continuara parpadeando intermitentemente (una vez “sí”, dos “no”), lanzando señales como un faro en la oscuridad. Ante semejante obra, no cabe sino sorprenderse de hasta dónde puede llegar el ingenio en situaciones límite. Un testimonio humano, el de Dominique Bauby,  realmente excepcional para el que los calificativos siempre se quedarán cortos.

 

 
En el aire
 

Y así, entre las películas que veo en la pantallita del asiento delantero y el libro de Bauby, logro olvidarme del siniestro niño que no cesa de parlotear y consigo que transcurran lo más plácidamente posible las largas  horas  de  vuelo.  Con un ligero retraso aterrizamos en Atlanta. El aeropuerto es enorme -al parecer, el más grande de EE.UU.- y por él pueden transitar a diario unas 225.000 personas, es decir, la friolera de 80 millones al año. En apenas una hora tenemos que pasar los controles fron- terizos y de aduanas si quere- mos coger el avión para Den- ver, que sale a las 16,20 horas.
 
Por fortuna, las maletas aparecen a tiempo en la cinta transportadora y los trámites de entrada en EE.UU. resultan más rápidos y sencillos de lo previsto, evitándonos largas colas de espera. Si bien se aprecia cierto caos, el pragmatismo y la improvisación de que hace gala el personal del aeropuerto acaban por facilitarlo todo. Después de coger un tren lanzadera, subir y bajar escaleras mecánicas, avanzar a toda velocidad por pasillos rodantes sin fin, pasamos la aduana, el registro de equipajes y llegamos a la zona de embarque 20 minutos antes de la hora de salida. Se nota que estamos en el Sur pues hace un calor húmedo, sobre todo en el interior del avión mientras esperamos en la pista un buen rato hasta que nos autorizan a despegar. La verdad es que todo ha funcionado a la perfección, como si cada paso que dié- semos hubiera estado milimetrado en un aeropuerto por el que transitan decenas y decenas de millares de personas todos los días.
 
De Atlanta a Denver hay todavía tres horas y media de vuelo. El día es claro y el paisaje que se divisa por debajo de nosotros es llano, una inmensa planicie, con algunos lagos, extensos campos de cultivo geométricamente roturados y núcleos habitados que se van haciendo cada vez más dispersos. Justo detrás nuestro hay una mamá con dos preciosos niños rubios que berrean por turnos. Sin duda debo ser gafe pues, cuando viajo en avión, siempre me toca cerca algún niño impertinente, de ésos que su mamá no consigue acallar... o, a lo mejor, le importa un bledo. Como es un vuelo interior, se acabó la gratuidad de la comida y las películas; por toda atención, nos ofrecen una bebida carbónica y una bolsita de cacahuetes. Ya en las cercanías de Denver, puede verse hacia el oeste la imponente cordillera de las Rocosas que corta bruscamente la llanura sin fin por la que hemos sobrevolado desde que despegamos de Atlanta.

 


Antes de emprender la ruta

Texto: Aurelio Martínez

Fotografía: Manuel Pijuán

Ultima modificacion el Jueves 27 de Marzo de 2014 13:54
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