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EL SUDOKU POSTELECTORAL

I. CLAVES PARA ENTENDER LAS NEGOCIACIONES

Han corrido ríos de tinta desde el 20-D hasta la fecha. La razón no es otra que la sorpresa por el resultado electoral que, aunque previsible sobre la base de las predicciones realizadas por las encuestas, la realidad de los números ha sido más elocuente que éstas. Estas han sido unas elecciones en las que por primera vez no hemos escuchado de los líderes políticos declaraciones triunfalistas apuntándose la victoria con independencia de sus propios resultados, sencillamente porque todos han salido perdedores: el bipartidismo porque, pese a ser los dos partidos más votados, ninguno de los dos tiene fácil gobernar; los emergentes porque pese a sus loables resultados, no han colmado sus expectativas ni de acabar definitivamente con el bipartidismo ni, por supuesto, de formar gobierno.

Si ha sido una campaña apasionante, más promete serlo la fase de conformación de mayorías y el propio gobierno resultante, si es posible que llegue a formarse. Estamos ante un verdadero sudoku cuya resolución no está escrita y todo es posible y nada descartable, incluso la repetición de las elecciones.

No merece la pena que analicemos a estas alturas los resultados (que, por otra parte, han sido concienzudamente examinados desde los más diversos y autorizados comentaristas). Ahora lo importante es arrojar luz sobre el camino pedregoso sobre el que se moverán los pasos en pos de los pactos y acuerdos de gobernabilidad.

En el análisis de las posibilidades de llegar a pactos o acuerdos de gobernabilidad hay que conjugar varios elementos o variables que sin duda van a estar sino explícitos sí tácitamente en la mesa y en la tramoya de las negociaciones. Sin duda, estas serán, entre otras, las claves de las conversaciones:

1.- Los resultados, naturalmente, porque ante la aritmética electoral o parlamentaria con frecuencia rinden sus armas las utopías en las sociedades democráticas. Algunos comentaristas han hablado estos días de “aritmética diabólica”; otros han recordado el término alemán “zugzwang”, que se utiliza en el ajedrez cuando se produce una posición de bloqueo, para definir la situación en la que ha quedado el panorama político español tras las elecciones del 20-D; algunos han hablado de “hung parliament”, propia del parlamentarismo británico, por su plasticidad para describir el estado del Congreso después de los comicios. Y hasta algún que otro protagonista de distinto signo, a la vista de los resultados, ha hablado sin ambages de que “no salen los números”, apuntando con ello hacía una posible repetición de las elecciones.

Los resultados, que, en un sistema parlamentario como el nuestro, no son necesariamente solo el número de votos, sino también el de escaños. Son los escaños los que conforman las mayorías no solo para formar gobierno sino para actuar en la vida parlamentaria o para reformar la constitución, por ejemplo. Por eso son interesadas, son formas de presión en el juego político, las proclamas pidiendo que “se deje” gobernar a la lista más votada, circunstancia ésta que ni está prevista en la Constitución ni en la ley electoral.

En nuestro sistema, frente a los modelos presidencialistas de elección directa, el presidente del gobierno tiene una doble legitimidad: la que le dan los ciudadanos a través de los votos (si ha concurrido a los comicios, cosa que no es necesariamente obligatoria, o, en ese supuesto, los obtenidos por el partido que lo proponga) y la que le otorga el Congreso, siendo ésta la determinante e imprescindible para la investidura. Hasta ahora, por mor del bipartidismo funcional quien obtenía más votos normalmente los veía reflejados en un mayor número de escaños y en cierto modo podía tener sentido la expresión de que gobernaba la lista más votada, de ahí las declaraciones falaces del presidente en funciones afirmando que “nunca se ha dado en España que no gobierne el partido más votado”; ahora, con un parlamento más fragmentado, es el momento de no confundir interesadamente y ser más escrupulosos en la interpretación del sistema constitucional.

Los resultados, que no son solamente los números sino también los votantes, ¿qué han querido votar los ciudadanos? De ahí la pregunta que se hacen siempre los políticos y los analistas ¿cómo interpretar el voto emitido? ¿han querido tal o cual pacto o alianza?, preguntas de las que traen causa dos fenómenos interesantes: las partidarias interpretaciones de algún político que haciendo gala de sus dotes como zahorí interpreta el significado profundo del sentido de la votación popular para arrimar descaradamente el ascua a su sardina y las reacciones de aquellos que tímidamente esconden la autocrítica en las consabidas expresiones de “sabré interpretar los resultados”, “he entendido el mensaje”, que casi siempre no ha pasado de la mera formulación retórica.

2.- La gobernabilidad del Estado. En principio, las elecciones se realizan para hacer posible la gobernabilidad, es decir, la formación de un gobierno capaz de satisfacer el interés general, el interés del Estado, de la comunidad. Variable esta que con frecuencia se ve preterida desde visiones partidarias o simplemente individualistas. Por eso no es de extrañar que desde determinadas instancias y medios de comunicación y opinión se haya venido hablando, desde la celebración de las elecciones, no solo de la importancia de la gobernabilidad sino de la necesidad de que ésta no se convierta en rehén de las luchas internas de los partidos, de todos los partidos.

Pero la gobernabilidad no es un constructo neutro, que consista, para utilizar un término marinero, en la navegabilidad o flotabilidad abstracta de la barca del Estado, sino que, radicalmente entendida, la gobernabilidad vendría a ser la conducción de esa barca hacia un puerto u objetivo determinado, acordado por todos. Y ese es el principio en el que deben ponerse de acuerdo las fuerzas políticas, no en la mera flotabilidad del buque. De modo que hacer gobernable el país significaría, en última instancia, encaminarlo hacia la resolución de todos los problemas que nuestra sociedad tiene pendientes de solución, o de aquellos problemas priorizados que la mayoría de los ciudadanos estemos de acuerdo no solo en resolver de cualquier manera sino de la forma en que haya más consenso entre todos.

La gobernabilidad, por tanto, no puede concebirse ni exigirse como una especie de moderno vellocino de oro en pos de cuya consecución deban deponerse todos los demás valores y principios. Hay, por una parte, que comprender que cada partido tiene una determinada visión y priorización de los problemas del país, porque de lo contrario no estaríamos hablando de “partidos” sino de “enteros”, de partido único; no habría diversidad. Y, por otra, suponer que quienes han votado a los distintos partidos es porque están de acuerdo con la priorización y el modo de resolver los problemas que esos partidos han ofrecido al electorado y quieren que sea ese el modo de tratar y resolver la problemática de país. No sería posible, pues, que en aras de una supuesta gobernabilidad neutra se alcanzaran acuerdos que hicieran irreconocible las diferentes posiciones partidarias y convirtieran poco menos que en inútil la manifestación democrática del voto.

De modo que las fuerzas políticas están obligadas a alcanzar acuerdos que hagan posible la formación de un gobierno capaz de representar justamente las opciones políticas en liza en las elecciones y, a partir de ellas, resolver los problemas sociales con el consenso suficiente para garantizar la aquiescencia mayoritaria de los ciudadanos. Esa y no otra es la forma en la que debería entenderse la gobernabilidad.

3.- La estabilidad política. Se trata de otro de los mantras que se han puesto en circulación después de las elecciones del 20-D, aupado por las declaraciones interesadas de determinados líderes políticos y de opinión tanto españoles como europeos (en este sentido se pronunció el propio Juncker). No han faltado tampoco declaraciones de la patronal a favor, manifestando que los empresarios necesitan "seguridad jurídica, estabilidad y certidumbre" e instando a los partidos a que se pongan de acuerdo con celeridad en la formación de un gobierno estable.

La estabilidad política ni puede ser considerada en sí misma un valor absoluto ni es susceptible de enfocarse de manera unívoca, aparte de la necesidad, al menos teórica, de delimitarla de figuras afines con las que frecuentemente tiende a confundirse, como el uniformismo, la inamovilidad, la rigidez, cuando no con el rodillo parlamentario puro y duro.

La estabilidad, por otra parte, no es garantía de conformación de un gobierno que lleve a cabo las reformas que la sociedad exige y mucho menos con eficacia en la gestión. En España tenemos sobrados ejemplos de ello: cuarenta años de estabilidad durante la dictadura no pueden ser invocados como prueba de bondad; y sin remontarnos tan atrás, la última legislatura no ha servido para atajar la grave crisis social ni el problema territorial, a pesar de la estabilidad de su holgada mayoría absoluta.

4.- Las presiones internacionales, que van a jugar un papel importante en el proceso de conformación del gobierno, si ello es posible. Ya hemos podido comprobar los primeros atisbos de esa presión en los comentarios y análisis de los observadores europeos y en sus silencios; en el comportamiento de las agencias de calificación (Fitch se ha apresurado a asegurar que una incertidumbre política prologada se traducirá en una menor consolidación fiscal y un parón en el proceso de reformas); de los mercados (Goldman Sachs ha manifestado el temor de los inversores a que un largo periodo de inestabilidad en España afecte a la zona euro, mientras Wolf Street expresaba la preocupación de que “España se convierta en un país ingobernable”); de la prima de riesgo, que ha iniciado una tendencia alcista, no solo respecto a la alemana de referencia habitual sino también en relación con la italiana…

La Unión Europea recordando la necesidad de efectuar más recortes para cuadrar un presupuesto “aprobado” provisionalmente, y Jean Claude Juncker ha insistido en varias ocasiones en la idea de que España necesita un Gobierno lo más estable posible. Y la propia Alemania (el gobierno de Merkel expresó sin pudor que no sabía a quién felicitar por el resultado electoral de España)… Europa no quiere más sobresaltos (como el ocasionado por el ascenso de la extrema derecha en Francia en la primera vuelta de las regionales) ni la repetición de otra Syriza española, en medio de la crisis de la Brexit y hará probablemente lo indecible para ahormar la situación antes de que el proceso griego se repita.

5.- Las presiones mediáticas. Estas elecciones, más que ninguna otra anterior han sido las elecciones más televisivas. Los líderes políticos han pisado platós imposibles y jamás imaginados para ellos ni para sus formaciones ni tan siquiera para la propia actividad política (Sálvame, Planeta Calleja, Viajando en Chester, Qué Tiempo tan Feliz, El Hormiguero, etc.…); sin contar con su permanente presencia en los debates políticos o la existencia de cadenas que o bien han hecho continuada propaganda a favor de las posiciones ideológicas y partidarias de la derecha o bien que han hecho cruzada de la lucha contra el monstruo del bipartidismo y se han convertido en lanzaderas sin disfraz ni pudor de la “nueva izquierda”.

Y no solo las televisiones. Estas elecciones han roto de alguna manera el monopolio de la información: los diferentes medios digitales y en papel han ido posicionándose y expresando sus preferencias de modo más libre. Y ello sin contar con el rol desempañado por las redes sociales durante esta campaña. La batalla ha sido más mediática que presencial, menos mitinera.

6.- La ideología. No corren buenos tiempos para la ideología. Aun así y todo, lo quieran o no los partidos políticos, la ideología sique siendo una veta importante que lubrica las relaciones políticas y las opciones de los ciudadanos a la hora de votar; que se lo digan si no los nuevos congresistas, cuya primer “debate” ha sido sobre la colocación en el hemiciclo de sus respectivos escaños: nadie quería estar al lado de los que consideraban que no formaban parte de su familia ideológica y todos querían que la “foto” reprodujera fielmente su pertenencia a la derecha o a la izquierda. Algo tendrá el agua cuando la bendicen.

La verdad es que este país es algo singular: nadie quiere aparecer como de derechas y ni siquiera como conservador; los que lo son prefieren llamarse centristas, liberales o neoliberales, incluso neocons les suena mejor, o progresistas…. Todo menos de derechas. Es de buen gusto presentarse trufado de cierto aroma izquierdista y progresista (que ha empezado por la utilización de un atuendo desenfadado y sin corbata, como si la banalización de las formas fuera el marchamo suficiente para considerarse “in” en la estela de ese perfumado izquierdismo).

En contraposición, la nueva izquierda parece ser más pudorosa en la autodefinición. Hemos asistido al surgimiento de un nuevo partido, engendrado en las filas del comunismo, el anticapitalismo y el bolivarismo, que desde un principio negó su carácter de izquierda radical para presentarse en la dinámica vectorial casta/elites, los de arriba/los de abajo, alardeando de no ser “ni de izquierdas ni de derechas”; bien es verdad que ha ido girando sucesivamente hacia posiciones que ellos mismos han calificado de “socialdemócratas”, a partir del momento en que su estrategia se dirigió abiertamente a la captura del voto tradicionalmente socialista y a la afanosa y denodada tarea de engullir al PSOE a toda costa; en ese afán ha terminado incluso olvidándose de la casta, palabra que constituye una rara avis en el discurso podemita de última hora.

No es extraño pues que los analistas y estudiosos del sistema electoral español hayan ensayado una dimensión geográfica no solo para explicar los resultados sino para reagrupar las posibles combinaciones o coaliciones postelectorales, hablando de partido del sur (el PSOE), partidos del centro (el PP) y partidos del norte (Podemos y los partidos regionalistas). No sé si se trata de algo intelectualmente consistente o simplemente son variaciones de color sobre un mismo tema: el todavía vivo binomio izquierda/derecha.

Eso sin contar el envite que los soberanistas e independentistas catalanes han propinado a la clásica distinción izquierda/derecha con la concreción, en la convocatoria del 27-S, de la coalición electoral “Junts pel Si” y sus pactos con los anticapitalistas de la CUP, una amalgama en la que se funden los representantes de la burguesía más rancia con los núcleos campesinos de tradición catalanista, los desfavorecidos y críticos con el sistema, los que proclaman su vocación más europeísta con los que proponen la desconexión del euro, de Europa y del sistema de mercado… No solamente han borrado la distinción izquierda/derecha sino hasta las diferencias sociales, políticas y económicas.

7.- Los intereses partidarios, los posicionamientos de los partidos en función de sus estrategias y de su tacticismo. Ambas muy ligadas a sus problemas internos, aunque se presenten trufados de consideraciones ideológicas o basados en determinadas trayectorias históricas.

Así estamos asistiendo al lamentable espectáculo que está dando el PSOE que ha logrado arruinar sus posibles expectativas (bien que pocas, es verdad, si las tenía) de formar gobierno para convertirse en el centro de todas las dianas, sin que se hable apenas del otro perdedor, del principal perdedor que es el PP… ¡cosas veredes de la democracia española!...

O el monumento al tacticismo de la “nueva política” de Podemos (del que ya había hecho gala con ocasión de las elecciones andaluzas) con su condición “línea roja” del referéndum para Cataluña (en boca de Iglesias, que se nos ha presentado como un “experto” de ciencia política, es cuando menos un sarcasmo pedir autodeterminación y, más, confundir -¿interesadamente?- el referéndum de Andalucía del 28-F de 1980, de iniciativa del proceso autonómico, con algo que se le parezca) porque su socios regionales se lo exigen, olvidándose de la razón de ser de su fulgurante carrera que no es otra que su denuncia de los “males” del sistema, su supuesto compromiso con la lucha por los derechos sociales de los desfavorecidos y contra los recortes del estado de bienestar.

Aunque se ha apresurado luego a rectificar con otra finta de “vieja” política, intentando paliar el efecto negativo que ha producido que un partido surgido al calor de la crisis social colocara en primer lugar una reivindicación de corte nacionalista, con la proposición de una “Ley 25, de emergencia social” a presentar el mismo día 13 de enero en que se deberán de constituir formalmente las Cortes –otra prueba de tacticismo oportunista, cuando sabe que ni es el momento ni pudiera tener sentido a la vista de las complejidades del parto de gobierno si, finalmente, no se formaliza y nos vemos avocados a la repetición de los comicios.

8.- Las ambiciones de los líderes políticos y de sus entornos. Los políticos deber ser ambiciosos, qué duda cabe –como en cualquier otra actividad de la vida, tanto de la esfera privada como pública, la ambición es legítima; no comparto la opinión que al respecto manifestó Aldous Huxley en “El fin y los medios” -, pero el ADN de un político no puede ser cien por cien ambición; el que un líder tenga su ADN ocupado por la ambición comporta riesgo para los propios partidos y las sociedades. Los líderes deben tener mucho más que la nuda ambición para serlo plenamente.

Las organizaciones y los colectivos tienen ambición y a veces la concentran en objetivos desenfocados; los partidos políticos también: el electoralismo y la necesidad absoluta y las prisas por gobernar suelen desviar a las formaciones políticas de sus objetivos transformadores y de progreso.

Para nadie es un secreto que Pedro Sánchez viene demostrando que la ambición es una de sus principales características: ahí está su titánica lucha por acceder a la secretaría general del PSOE partiendo de la peor posición y su manifestada ambición por llegar a la Moncloa, inspirado sin duda en el modelo de José Luis Rodríguez Zapatero, que de la nada llegó a secretario general y de aquí accedió a la presidencia del gobierno en la primera confrontación electoral que tuvo; pero olvida que a Zapatero le fue más fácil, entre otras cosas, porque no tuvo que suceder a Zapatero.

Y no hablemos de la ambición desmedida de Pablo Iglesias Turrión (PIT), que no solo aspira a llegar a la Moncloa para gobernar o administrar el común. No, lo que pretende es revolucionar el sistema, cambiar el sistema: clausurar el régimen surgido de la transición del 78, abrir un período constituyente que alumbre una nueva constitución, arreglar de una vez por todas el problema territorial de España aunque ello comporte admitir el derecho de autodeterminación que ponga en riesgo la unidad misma del país, replantear nuestra adhesión a la Unión Europea, al euro, a la OTAN… ; esa ambición que, transida de ansiedad y odio, es con la que pretende convertirse en la única izquierda tras acabar deglutiendo a IU y al PSOE.

9.- La evolución de la situación de Cataluña ha estado muy presente en la campaña electoral y puede también influir en las posibles coaliciones o alianzas para la conformación del futuro gobierno español. Hubiera podido hacerlo, de no alcanzarse acuerdo para la investidura, en un sentido, pero el pacto in extremis del día 9 de enero quizás termine condicionándolo en otro diferente y hasta opuesto.

En cualquier caso, puede que estemos ante una piedra de toque decisiva para la solución del sudoku postelectoral. ¿Mantendrán los partidos las primeras y apresuradas líneas rojas? ¿Es absolutamente innegociable la celebración del referéndum para Podemos (hace unos días Mónica Oltra expresaba un cierto relativismo al respecto, y en ese mismo sentido iba la petición de Ada Colau al PSOE de una propuesta alternativa al referéndum)? ¿Persistirá el PSOE en la línea roja de no pactar con quienes propongan el referéndum o estén por la secesión catalana? ¿Modificarán ambas formaciones sus vetos a un gobierno del PP o solo en el caso de ser presidido por Rajoy y no si lo es por otro miembro del partido?

10.- El consenso. La Transición desde la Dictadura a la democracia alimentó en España el mito del consenso en política, pero el paso del tiempo lo ha ido convirtiendo en un concepto rígido y esclerotizado vaciado de sus elementos más definitorios. Hasta el punto de que los “nuevos” políticos han pedido que se cierre con siete llaves, como la tumba del Cid, el régimen del 78. Y menos extremista, pero igualmente, demoledora del consenso son las declaraciones del presidente Rajoy hablando de que no hay consenso para cambiar la Constitución.

El consenso no es un apriorismo, es el final de un proceso de conversación, de diálogo, de entendimiento. No se puede sentar uno a negociar suponiendo que el consenso viene dado; eso es adhesión. Para llegar a consensos hay que negociarlos previamente: así y no de otra forma se hizo en la Transición.

La legislatura que ahora empieza tiene visos de no ser una legislatura cualquiera: la superación de la crisis, la situación de desigualdad que ha cristalizado en el país, la crisis de las instituciones, el órdago secesionista…, todo confluye en la necesidad de tomar grandes decisiones. Y éstas no serán efectivas ni reales si no son adoptados desde diagnósticos y soluciones acordadas, consensuadas. La reforma de la Constitución, por ejemplo, que algunos partidos propugnan, no podrá llevarse a cabo desde ninguna de las combinaciones posibles que facilite la aritmética parlamentaria, será preciso también contar con más fuerzas políticas. Y lo mismo si se pretenden llevar a cabo pactos de Estado en materia educativa, sanitaria o cualquiera otra… Imposible sin acuerdos, sin pactos, sin consensos. Es la exigencia que han impuesto los resultados electorales; el multipartidismo se sustenta en la voluntad de pacto.

Y no valen las escusas de que no hay tradición, no hay cultura de pactos: como decía Machado, se hace camino al andar. O nos quedamos quietos, paralizados, haciendo honor al dontancredismo político, por otra parte tan español. Nada hay escrito en las estrellas; nada nos vendrá dado desde el cielo. Tendremos que aprender a prisa y sin pausa. Como ha manifestado algún analista cualificado, “esperemos que los líderes actuales tengan la inteligencia y, por qué no decirlo, el patriotismo democrático que se tuvo en el 78, salvando todas las distancias con aquel momento”.

II. POSIBLES COMBINACIONES PARLAMENTARIAS PARA CONFORMAR GOBIERNO

Las nuevas Cortes alumbradas tras los comicios del 20-D son, sin duda, las más plurales de los últimos veintitrés años. Hemos pasado del bipartidismo funcional a un multipartidismo amortiguado, amortiguado porque los dos grandes partidos, a pesar de todo, han retenido un importante número de votos y escaños a una considerable distancia de sus inmediatos seguidores: el PP está a 1.683.266 votos por encima del PSOE y 33 escaños; el PSOE está a 2.030.732 votos por encima de Ciudadanos y 50 escaños y a 2.349.043 votos por encima de Podemos y 48 escaños; mientras que éstos forman un segundo bloque con distancias similares de votos y escaños respecto a las nueve restantes fuerzas políticas que han obtenido representación parlamentaria.

La democracia española, y por ende el sistema parlamentario, es más plural, lo que comporta una mayor dificultad a la hora de encontrar posiciones comunes. Todo ello en un contexto de falta de cultura de pactos o, cuando menos, de tradición y práctica de pactos entre los políticos españoles (aunque algún analista haya sostenido últimamente que de lo que verdaderamente adolece el país es de “cultura de partido”). Y ha sucedido ese tránsito desde una posición de bipartidismo y después de una legislatura de sobrada mayoría absoluta y práctica parlamentaria del llamado rodillo. No es extraño que algún comentarista haya hablado de que “España ha inaugurado una nueva era de multipartidismo de la forma más complicada posible”.

Al principio de la Transición, cuando el tema español estaba de moda en Europa, Giulio Andreotti visitó España como jefe del Gobierno italiano y preguntado con insistencia por los periodista acerca de su opinión sobre cómo se estaba desarrollando el tránsito español hacia la democracia desde la Dictadura, contestó con la astucia que le era proverbial: "Manca finezza". El estadista italiano, gran maestro de la política al more florentino, sabía muy bien de la importancia de la finezza para bandearse en las situaciones diversas, plurales y complicadas de la política. No sabemos qué opinaría ahora de la presente situación española, pero ya algunos se han apresurado a invocar al político romano pidiéndole que nos ilumine en este difícil trance. Estoy seguro que, bajo su advocación, los políticos españoles aprenderán hábilmente a manejarse en el nuevo y recién estrenado marco de la política de pactos que se nos avecina.

Con esa guía andreottiana, después del análisis de las claves a tener en cuenta en las negociaciones para conformar Gobierno y conjugando la aritmética de los escaños y las diferentes variables, se pueden aventurar, sin ningún ánimo exhaustivo, algunas combinaciones (que, a pesar de lo ajustado de los resultados, no cierran en modo alguno la enumeración), que paso desgranar a continuación:

1.- Grandes coaliciones.

Una primera visión simplista de los números nos sugiere una combinación elemental consistente en reagrupar las grandes formaciones, que tiene una inicial ventaja: superaría con creces la mayoría absoluta exigida para la conformación de gobierno. Esto ha llevado a partidos y analistas a hablar sin ambages de la posibilidad de cristalizar grandes coaliciones. Pero en numerosas ocasiones la pura aritmética se compadece mal con la política. No es tarea fácil, porque habrá que conjugar sus pros y sus contras. Y sus variedades.

a) La coalición “germana”: gran coalición a dos, a la alemana:

Coalición formada por el PP y el PSOE, sumarían 213 escaños (37 por encima de los 176 de la mayoría absoluta), frente a los 137 restantes que podrían optar por la abstención o el voto en contra; y representarían a 12.800.000 votantes. Entre los dos partidos sólo reúnen el 60% de los escaños y sólo el 50% de los votos, con lo que fuera de ese gran pacto quedaría un panorama de mucho peso político (casi un 40% de escaños y un 50% de votos), con todas las fuerzas emergentes fuera del arco del acuerdo.

Casi al tiempo en que se conocieron los resultados electorales empezó a circular entre los mentideros políticos y círculos de opinión la idea de conformar una gran coalición entre los dos grandes partidos ganadores de las elecciones. Se trata de una vieja idea recurrente en algunos medios y en determinados sectores y personalidades de los dos grandes partidos. Y en todos los casos se invoca la experiencia alemana como modelo de referencia. Pero España, no es Alemania. Para empezar, la sociedad alemana se basa sobre más amplios consensos sociales que la nuestra, es más igualitaria que la española (que ocupa el tercer lugar de la zona euro en desigualdad, según el Informe de la OCDE, o el segundo según el Informe Oxfam), no presenta problemas de integración territorial graves que cuestionen el pangermanismo que todos asumen frente a nuestro centrifuguismo, los efectos de la crisis han sido mucho menores en comparación con los sufridos por la sociedad española…, y cuentan con una larga tradición de pactos de gobierno de diferente color y composición tanto en los niveles locales y de Länder como federal.

El recurso a la gran coalición se sustenta en la idea de la necesidad de hacer frente a la emergencia social con un gobierno de amplio espectro, que tendría la virtud de favorecer la gobernabilidad y la estabilidad proyectando hacia el exterior una imagen de credibilidad del país en temas como la relación con la Comisión europea, la salida de la crisis, las políticas de reducción del déficit y la deuda públicas. Y afrontar la reforma de las instituciones y de la Constitución, en su caso, con garantía de eficacia parlamentaria. Pero con los números a la vista es difícil que una “gran coalición” PP-PSOE pueda ser eficaz, ni para garantizar la estabilidad ni para asegurar la gobernabilidad.

Además, en el contexto español esta coalición deviene en algo menos que imposible. Los duros recortes del estado de bienestar implementados durante los últimos cuatro años por el gobierno, continuando los ya efectuados por el anterior desde 2010; el rodillo que la mayoría absoluta del PP ha ejercido sin complejos en la actividad parlamentaria; la identificación que, a nivel popular, la ciudadanía ha estereotipado entre PP y PSOE, hacen muy difícil para ambos partidos defender la alianza en estos momentos. Parecería una reproducción del bipartidismo, imagen y mensaje difícilmente tragables para ambos partidos, por ideología y por idiosincrasia de sus votantes.

En especial para los socialistas que han tomado la firme decisión en su último Comité Federal de Diciembre de no investir ni por activa ni por pasiva a un gobierno del PP. Bien es verdad que la Resolución, después de conjurarse contra la identificación PP-PSOE ---“votaremos en contra porque el PSOE es la alternativa al PP. El PSOE es lo contrario del PP. El PSOE es la primera fuerza del cambio en España”--, habla de no votar un gobierno “del PP” y “de” Rajoy --“porque ese es el mandato de nuestros votantes y de la mayoría de los españoles. Votar en contra del PP y de Rajoy es votar a favor del cambio que expresaron la mayoría de españoles, el pasado 20 de diciembre”-- pero no dice nada acerca de su posición respecto a un gobierno “con” el PP, sin Rajoy al frente.

Esta fórmula no cabe duda que colmaría la tranquilidad de los inversores extranjeros, de los mercados y de las instituciones europeas, pero no parece que sea factible, ni en el supuesto de que la deriva catalana exigiera de la actuación conjunta del mayor número de fuerzas políticas contrarias a la secesión; en ese supuesto, hasta la composición a dos sería insuficiente.

Y habría qué saber en qué materias podrían pactar ambos partidos, no solo por la disparidad ideológica sino también desde el punto de vista práctico, porque de ponerse de acuerdo en el sentido de la reforma constitucional, por ejemplo, sería necesario para la modificación de la Constitución el concurso de más fuerzas para no hacer inviable el proceso de reforma.

El PP sería el partido más beneficiado con esta coalición; el PSOE, en cambio sería el más perjudicado, con el riesgo de que le pudiera ocurrir lo mismo que al PASOK en Grecia, cuya alianza con Nueva Democracia le debilitó hasta convertirlo hoy en un partido irrelevante. El resultado sería una mayor polarización política al perder espacio la opción de centro izquierda que representa el PSOE.

Por todo ello, ese acuerdo suena imposible en España, aunque no hubiera más alternativa que la inestabilidad, la ingobernabilidad y el estancamiento económico, que no es el caso porque, aun con dificultad y sobre la base de la imaginación y la negociación sin límites, todo es salvable en política: es decir, otras formulas serían menos inviable que la colación “germana”.

b) La gran coalición a tres, también a la alemana

Coalición formada por el PP, Ciudadanos y PSOE, sumarían 253 escaños (77 por encima de los 176 de la mayoría absoluta), frente a los 97 restantes que podrían optar por la abstención o el voto en contra; y representarían a 16.300.00 votantes. Entre los tres partidos reúnen el 72.28 % de los escaños y el 66.58 % de los votos, con lo que fuera de ese gran pacto quedaría un panorama de relativo peso político (casi un 28 % de escaños y un 33 % de votos) constituido por nueve partidos de los trece que componen la Cámara, que salvo Podemos, los demás apena superan los dos dígitos de escaños.

Desde la perspectiva europea sería la coalición mejor vista. Estaría en la estela de las coaliciones a la alemana, encarnando el ideal de una Europa compartida. Europa es el producto conjunto de democristianos, liberales y socialdemócratas. PP, PSOE y Ciudadanos, los lib-dem españoles, vienen a ser como el pictograma de esa idea europea; además, votan frecuentemente juntos en el Parlamento Europeo; hasta se reparten el poder. ¿Qué problema habría de repetir esa relación y esas situaciones en España?

También gozaría de las simpatías de la patronal española y de los inversores extranjeros y del mercado que la verían como la mejor garantía a la gobernabilidad y estabilidad política y económica.

Desde el punto de vista interno, esta coalición, si lograran ponerse de acuerdo en las líneas programáticas, con la renuncia a las posiciones más intransigentes y el abandono de las actitudes cainitas (por otra parte, no demasiado difíciles si se trata de lograr la regeneración democrática de España y de sus instituciones, en políticas de recuperación económica y de reafirmación de derechos sociales y estado de bienestar), la reforma constitucional en puntos de mínimo común denominador estaría garantizada desde la exigencia de quórum establecida en la Constitución por los artículos 167 y 168 (ya sea de dos tercios o de tres quintos).

Para el PP es la combinación más deseable. Es la que mejor representa las ideas de estabilidad y gobernabilidad de las que se proclama vocero incondicional. Pero para hacerla posible debería cambiar de manera importante no solo en los contenidos de sus políticas, sino en la irracional oposición a la reforma –cualquier reforma- de la Constitución y, por supuesto, a su talente intransigente en el trato con los diputados y grupos opositores. Y algo muy importante, a saber: que tuviera la altura de miras de cambiar a su actual líder (el ejemplo catalán con la sustitución del obstáculo Mas puede servir, a estos efectos, de inspiración); esa decisión diría mucho de su patriotismo constitucional, más que los discursos vacíos en que tanto se recrean habitualmente.

Para Ciudadanos, también representaría una opción apetecible, por cuanto podría cambiar sus relativamente frustrantes resultados electorales en un protagonismo importante a contar para la gobernabilidad de España y para la estabilidad, amén de asegurarse una salida presentable para el contencioso catalán, al que el partido es tan sensible por razones obvias.

En esta coalición a tres, quien tendría más dificultades, probablemente, sería el PSOE. No para entrar en la coalición, por cuanto se podrían arbitrar fórmulas para que la Resolución del Comité federal fuera interpretada sin necesidad de ser explícitamente revocada o conculcada. El problema está en las consecuencias para el partido, con independencia de la fórmula concreta en que se cristalice el acuerdo. A este respecto, hay que apuntar que la participación puede no adoptar la forma de integración en el gobierno y podría ser solo de apoyo parlamentario o cualquier otra que pueda encontrarse.

Dadas las divergencias entre sus dirigentes sobre este asunto, la situación de debilidad en que ha quedado el liderazgo de su secretario general y el escaso apoyo que esta fórmula tiene entre sus votantes, el riesgo de salir debilitado es muy alto, aunque mucho menor del que asumiría participando en la gran coalición germana a dos. Pero hay que tener en cuenta que el PSOE tiene muy difícil salida en cualquiera de las combinaciones del sudoku postelectoral. En esas condiciones de debilitamiento, podría ser superado por Podemos.

Para que fuera exitosa esta opción para el PSOE, éste debería reafirmar el liderazgo del secretario general, negociar un buen programa de regeneración democrática y de reformas sociales que apuntalen y refuercen el estado de bienestar, y presentar la operación como la única opción verdadera para sacar al país de la inestabilidad y el estancamiento económico y solucionar la pulsión actual del secesionismo catalán, reformando la Constitución para adaptarla a la nueva sociedad española del siglo XXI. Es decir, presentar el acuerdo como la solución a los problemas de la sociedad española: frente a los que quieren ponerlo todo patas arriba o romper la unidad española, o ambas cosas, el PSOE representa lo que siempre ha sido el centro izquierda reformista y posible, con sentido de Estado.

2.- Gobiernos del PP:

a) La derecha mollar

Coalición formada por el PP y Ciudadanos, sumarían 163 escaños (se quedarían a 13 de los 176 de la mayoría absoluta), frente a los 187 restantes que no podrían votar en contra porque sería imposible la investidura: al menos 25 deberían abstenerse; y representarían a 10.710.782 votantes. Entre los dos partidos sólo reúnen el 46´57% de los escaños y sólo el 44’45 % de los votos, con lo que fuera de ese pacto quedaría un panorama de mucho peso político (casi un 47 % de escaños y un 46 % de votos), con el PSOE y Podemos y todas las demás fuerzas políticas fuera del arco del acuerdo.

Esta combinación tiene a favor una imagen de clarificación: la primera foto de lo que he llamado la derecha nuclear o mollar española, de ámbito estatal, reunida en una coalición: el PP, que hasta hoy tenía en su seno toda la derecha española desde la extrema hasta la liberal, y la nueva derecha que representa Ciudadanos.

Pero, aparte de su relativa imposibilidad aritmética de concretarse, podría significar una gran polarización en la política española, con mayoría de partidos, escaños y votos fuera del acuerdo. Mucho riesgo para presentarse como solución a los problemas de gobernabilidad y estabilidad. Estaría por ver que la derecha sola pudiera avanzar en las políticas de corte social que la sociedad demanda. Y no garantizaría la reforma constitucional, aunque si podría entorpecer la tramitación de posibles proposiciones de la oposición en este sentido..

Desde el punto de vista de los partidos coaligados, sería una combinación buena para el PP, pero de previsibles malas consecuencias para Ciudadanos, que podría ser víctima del abrazo del oso, desdibujando sus opciones electorales en futuros comicios.

b) La “coalición CEDA”: toda la derecha española clásica y plural

Coalición formada por el PP y Ciudadanos de ámbito estatal, más los partidos de la derecha regional: PNV, Democràcia i Llibertat y Coalición Canaria. Sumarían 178 escaños (dos por encima de los 176 de la mayoría absoluta), frente a los 172 restantes, que podrían optar por la abstención o el voto en contra; la investidura podría efectuarse en primera votación; y representarían a 11.659.618 votantes. Entre los cinco partidos reúnen el 50’85 % de los escaños y el 48´34 % de los votos, con lo que fuera de ese pacto quedarían el 51.66 % de los escaños y el 48’34 % de votos.

Esta combinación partiría en dos la Cámara y reflejaría la división en dos bloques del país: el bloque de la derecha y el bloque de la izquierda. Apartando la dificultad de que llegara a concretarse una combinación semejante, a pesar de que contaría con la mayoría absoluta necesaria para la investidura, difícilmente cumpliría con las exigencias de gobernabilidad y estabilidad: son muchos grupos con intereses muy contrapuestos, aun cuando las bases ideológicas de las formaciones coaligadas sean más o menos afines, las diferentes posiciones respecto a la problemática territorial podrían hacer inviable el acuerdo, en sus inicios y en su singladura parlamentaria. Es lícito pensar, también, en las dificultades para encontrar una solución del tema catalán.

c) La “derecha mancada”, incompleta (menos la catalana)

Coalición formada por el PP y Ciudadanos de ámbito estatal, más los partidos de la derecha regional no explícitamente secesionista, o que al menos no tenga planteado un proceso de independencia: PNV y Coalición Canaria. Sumarían 170 escaños (se quedaría a seis escaños de los 176 de la mayoría absoluta), frente a los 180 restantes, de los que al menos seis deberían optar por la abstención para que se produjera la investidura, pudiendo los 174 restantes votar en contra de la misma;; y representarían a 11.094.117 votantes.

Entre los cuatro partidos, reúnen el 48’57 % de los escaños y el 45’32 % de los votos, quedando fuera de su arco de acuerdo toda la izquierda y la derecha secesionista catalana, es decir, el 51’43 % de los escaños y el 57 % de los votos.

Con menor base de votos y escaños, la exclusión de la combinación de la derecha catalana representada por Democràcia y Llibertat, no mejoraría sustancialmente la virtualidad de la posible coalición ni en la fase de constitución ni de desenvolvimiento político posterior.

d) El PP solo ante el destino

Contaría con 123 escaños, a 53 menos de los 176 necesarios para la mayoría absoluta, frente a los 227 restantes de los que al menos 53 deberían optar por la abstención para facilitar la investidura, pudiendo los 174 restantes votar en contra de la misma;; y representarían a 7.212.390 votantes.

Esta fórmula podría haber sido una salida in extremis ante un previsible impase en las negociaciones, para evitar la repetición de las elecciones. Su única virtualidad estaría en que el PP arrostrara la responsabilidad de modificar los presupuestos en la perspectiva de las exigencias de Bruselas, manifestadas en los últimos meses del año pasado, y abriera el debate de la reforma de la Constitución. Un gobierno corto que pudiera preparar la celebración de nuevas elecciones en el plazo de un año o año y medio. Pero la deriva en la que ha entrado el proceso secesionista catalán, después de la constitución del “gobierno para la desconexión” de la Generalidad recién formado, la ha convertido en poco menos que inviable aun como mera hipótesis.

3.- Gobiernos del PSOE:

a) La alternativa amplia para el cambio

Coalición formada por el PSOE, Ciudadanos, Podemos y UP/IU, sumarían 201 escaños (25 escaños por encima de los 176 de la mayoría absoluta), frente a los 149 restantes que podrían votar en contra; la investidura podría efectuarse en primera votación; y representarían a 15.137.616 votantes. Entre los cuatro partidos tendrían el 57’42 % de los escaños y el 61’84 % de los votos. Quedarían fuera del arco del acuerdo, una parte de la derecha (el PP y las minorías catalana, vasca y canaria) y la izquierda independentista (ERC y EH Bildu).

Si se lograra la coalición, ésta representaría fehacientemente las fuerzas del cambio: en la regeneración democrática, en los contenidos sociales de la actuación del gobierno y en la reforma constitucional. Representaría además una buena combinación de fuerzas del espectro parlamentario y social español, porque recogería al centro derecha moderno, al centro izquierda que tan importante papel ha jugado en la democracia española desde su instauración y a la izquierda radical, la clásica y la renovada en los últimos tiempos. Una combinación que presenta alicientes equilibradores y pudiera ser una garantía de estabilidad y gobernabilidad.

Aunque no hay que ocultar el riesgo que comportaría para la convivencia del bloque la presencia en la coalición de Podemos, con tres grupos afines en su seno de inspiración nacionalista regional, muy heterogéneos en su composición y con intereses contrapuestos; y que no estarían dispuestos a renunciar a la exigencia del referéndum (que terminaría siendo de “los referendos”), aunque también en esto se observa que la intensidad de la exigencia es variable, más intensa para los de En Comú en principio, aunque, como decía antes, las últimas declaraciones de Ada Colau pidiendo al PSOE una alternativa al referéndum indican que esa posición podría ser negociable, menos intenso para los de las Mareas y revisable en función de los acuerdos para Conmpromis.

En realidad, el posible pacto sería una importante piedra de toque de la implicación en la gobernabilidad progresista de Podemos más allá de las soflamas populistas; piénsese que la formación morada solo tiene una “antigüedad” de dos años y sigue siendo en muchos aspectos una incógnita.

b) La “coalición frente populista”

Coalición formada por el PSOE, Podemos, En Comú, Compromís-Podemos-És el Moment, Unidad Popular/IU, ERC y EH Bildu: sumarían 172 escaños (cuatro por debajo de los 176 de la mayoría absoluta), frente a los 178 restantes de los que al menos siete tendrían que abstenerse para favorecer la investidura, pudiendo los demás votar en contra; la investidura no podría efectuarse en primera votación; y representarían a 12.456.980 votantes.

La coalición tendría el 49’14 % de los escaños y el 50’88 % de los votos, quedaría fuera de su arco de acuerdo el 50’46 % de los escaños y el 49’12 % de los votos. Al igual en el caso de la “coalición CEDA” de la derecha, esta combinación partiría en dos la Cámara y reflejaría la división en dos bloques del país: el bloque de la derecha y el bloque de la izquierda, resucitando los viejos demonio históricos del frentismo. Aparte de la dificultad para llegar a concretarse una combinación semejante, debido a que son muchos grupos con intereses muy contrapuestos, que por lo que respecta a la problemática territorial podrían hacer inviable el acuerdo, en sus inicios y en su singladura parlamentaria.

Hay, además, una dificultad insalvable: difícilmente podría salir una coalición en la que estuviera EH-Bildu; no está maduro el país como para aceptar semejante combinación. Por lo que podrían ensayar otra combinación mancada, excluyendo a EH-Bildu, que podría ser factible, aunque incluyendo a ERC. Estaríamos hablando de una coalición formada por el PSOE, Podemos, En Comú, Compromís-Podemos-És el moment, Unidad Popular/IU y ERC: sumarían 170 escaños (seis por debajo de los 176 de la mayoría absoluta), frente a los 180 restantes de los que al menos once tendrían que abstenerse para favorecer la investidura, pudiendo los demás votar en contra; la investidura no podría efectuarse en primera votación; y representarían a 12.238.513 votantes. Salvaría el escollo de la presencia de los vascos, pero la posición radical y rupturista de ERC se constituiría también en un valladar infranqueable.

Estas soluciones no tiene, a mi entender viabilidad más allá de la hipótesis teórica.

c) La “coalición fado” o “coalición almendra de la izquierda

Coalición formada por el PSOE, Podemos (con En Comú, Compromís-Podemos-És el Momento) y Unidad Popular/IU: sumarían 161 escaños (quince por debajo de los 176 de la mayoría absoluta), frente a los 189 restantes de los que al menos catorce tendrían que abstenerse para favorecer la investidura, pudiendo los demás votar en contra; la investidura no podría efectuarse en primera votación; y representarían a 12.639.224 votantes.

Tendrían al 51’63 de los votos y contaría con el 46 % de los escaños, quedando fuera de arco de acuerdo el 54 % de los escaños y el 48’37 % de los votos; es decir, toda la derecha y parte de la izquierda (la nacionalista de corte separatista).

Ante la falta de concreción en estos momentos de las preiniciadas negociaciones, no sé si es a esta coalición a la que se refirió el líder socialista cuando, a la salida de la entrevista con el primer ministro portugués, afirmaba que trataría de buscar “un pacto de izquierda que respete la integridad territorial”.

Estaríamos en presencia de una coalición al estilo de la recientemente alcanzada en Portugal por las fuerzas izquierdistas, el Partido Socialista, el Bloco de Esquerda y el Partido Comunista. Excuso decir que las circunstancias no son las mismas (es el problema, por otra parte, que presentan los modelos: son arquetipos tendenciales que no consienten sin resistencia la extensión analógica), sobre todo por la ausencia en el país vecino de un problema territorial acuciantemente grave. Por ello, el primer escollo estaría en vencer la premisa de la línea roja del referéndum de autodeterminación impuesto por Podemos.

Y no sería el único, por cuanto la reforma de la Constitución también entraría en discusión. No se conocen concreciones al respecto ni por parte de Podemos, ni de IU ni de PSOE, más allá de meras generalidades en las que, como es natural, todos están de acuerdo porque las discrepancias asomarán cuando se entre en lo concreto.

Y no digamos en los aspectos particulares de sus diferentes programas económico y social. Es mucha la distancia entre el maximalismo populista de las propuestas de la izquierda radical y las posiciones de la socialdemocracia. En realidad, hay una disparidad inicial que no conviene pasar por alto. Las posiciones de Podemos (y en cierto sentido de IU) son muy distintas a las del PSOE: mientras unos están en el radicalismo de la revolución aunque hayan amortiguado un tanto su radicalidad en los últimos tiempos, el otro está en la reforma del sistema, el gradualismo, en el incrementalismo, en la aceptación del orden establecido para cambiarlo gradualmente.

En cierta manera este tema es viejo: se planteó a principios de siglo XX en la polémica entre los reformadores del sistema, los que pretendían la transición a la sociedad socialista por métodos democráticos, los socialdemócratas, y los que pretendían llegar mediante un proceso traumático, revolucionario, que no excluía la etapa de la dictadura del proletariado, los comunistas. Y la escisión que se produjo quedó encarnada en la división de las Internacionales, la socialista y la comunista, ésta bajo el amparo de la revolución soviética.

El siglo XX se batió entre esos dos polos. El triunfo del estado de bienestar y el derrumbe de las democracias populares, había puesto en relativa sordina la discusión. Pero la crisis ha afectado seriamente al estado de bienestar –la construcción estrella de la socialdemocracia-, y vuelve a surgir el viejo dilema de la izquierda entre reforma y revolución. La izquierda moderada, reformista, socialdemócrata ha sido víctima de su acomodamiento a la realidad y de su falta de visión de futuro al no haber conjugado la necesaria y permanente reforma del sistema (un viejo principio que olvidó en las poltronas del poder) y su capacidad para ponerse al frente de las nuevas demandas sociales y para defenderlo de los ataque neoliberales. Ello ha propiciado el auge del activismo populista y ultraizquierdista.

Ese activismo es otra de las consideraciones que hay que tener en cuenta en este tipo de colaciones a la portuguesa. Al PSOE le va mal el activismo y los movimientos de masas no han sido su fuerte. Una coalición de este tipo supone unir a un partido con mucha historia, pero, fundamentalmente, con prolongada experiencia de gobierno, acostumbrado a usar instrumentos de actuación política más convencionales con otros dos cuya experiencia es mayor en el ámbito del activismo y la movilización. Las tensiones que puede originar esa cohabitación son ahora mismo una incógnita, pero desde la razón suponen un riesgo importante para la acción de gobierno.

En este tipo de coaliciones ya tenemos experiencia en España, aunque sea a nivel local y autonómico. Solo son factibles desde el compromiso honesto y la lealtad. No es buena la experiencia del PSOE en este tipo de combinaciones, por lo que sus dirigentes deben sopesar muy mucho la cuestión antes de embarcarse en alianzas de esta naturaleza. Que piensen sobre los gobiernos bipartitos o tripartitos, tanto en País Vasco, en Galicia como en Cataluña, de donde traen cusa las situaciones de subalternidad en la que su formación se encuentra en esas comunidades. Y otro tanto se podría concluir de muchas de las alianzas tejidas al calor de las elecciones y por mor de la necesidad de muchos de sus dirigentes de tocar púrpura. Esas reflexiones no deberían estar muy lejos de la mesa de las negociaciones si no quieren tropezar en los mismos guijarros continuamente.

En estos momentos, la situación exige, no obstante altura de miras, visión de Estado y de futuro. Si se logra una coalición y se consiguen los apoyos para gobernar, si la alianza se fundamenta en la honestidad y en la lealtad de los aliados, puede ser un instrumento de progreso de gran importancia.

4.- La solución del independiente: la solución Monti

Una de las sorpresas que nos ha deparado el período postelectoral, ha sido las declaraciones del líder de Podemos sugiriendo que un “independiente” podría ser la alternativa a Rajoy y al propio Sánchez, llegado el caso para presidir un gobierno de tecnócratas.

Es curioso que quienes se presentan con el marchamo de recuperar la voz y la decisión para el pueblo, los que gritaban ¡democracia, ya! y denunciaban al sistema con el grito de “no nos representan”, a las primeras de cambio invaliden la elección popular y pidan un gobierno presidido por un independiente. Quienes se han llenado la boca con proclamas sobre la recuperación de la política, la primacía de la política sobre la economía, del poder político sobre los poderes económicos, ahora , horas después de celebradas las primeras elecciones en la que han participado con su flamante partido de la gente, conviertan poco menos que en papel mojado los comicios. Parece un sarcasmo, una broma de mal gusto.

Invocan para ello los antecedentes del gobierno Monti (que podría ser también la solución Papademos en Grecia). Dos observaciones al respecto: la primera, que la situación que propició la llegada de la solución Monti era totalmente distinta a la situación actual española: la prima de riesgo italiana había rebasado los 500 puntos, Italia se encontraba al borde del rescate, Berlusconi había dimitido después de acabar con la dignidad de la política italiana…; la segunda, que la solución Monti (y también la de Papademos) fue impuesta por Europa, por la Comisión Europea, esa Europa que Iglesias ha fustigado y a la que quiere cambiar también como si un calcetín se tratara. Curzio Malaparte escribió una espléndida novela sobre el camaleonismo político. Recomendable.

Y no ha aclarado si el tecnócrata sería solo el presidente o serían todos los miembros del gobierno. Es un bonita manera de encargar el gobierno, las responsabilidades a tecnócratas independientes, mientras los diputados recién elegidos se dedican al activos político, ahora en el parlamento. Probablemente sean exageraciones mías.

III. LA REPETICIÓN DE LAS ELECCIONES

Probablemente nuestro sistema electoral debiera haberse modificado hace tiempo (confieso que no es fácil; prueba de ello los continuados intentos y proyectos de modificación que no han logrado crecer ni cristalizar), introduciendo algunas correcciones que lo hubieran perfeccionado. En este momento tan convulso en el que estamos abriendo la Pandora de las negociaciones, pienso que no hubiera estado mal que contáramos con un sistema de doble vuelta o balotaje. A estas alturas las zarandajas de “que gobierne la lista más votada”, que “tome la iniciativa quien ha obtenido más votos”, que nos traigan un amadeo independiente y otras de similar tenor, no tendrían sentido.

En defecto del balotaje, si no logran los políticos ponerse de acuerdo en la o las combinaciones que terminen con la interinidad postelectoral, el único remedia sería ir a la repetición de las elecciones.

La posibilidad de que no haya acuerdo de investidura y se convoquen nuevas elecciones generales preocupa mucho a los empresarios que necesitan "seguridad jurídica, estabilidad y certidumbre". En esa misma línea están los mercados y los inversores extranjeros. Y no digamos las instituciones europeas.

¿A quién le interesan unas nuevas elecciones? Desde luego al PP y a Podemos. Al PP porque la repetición de los comicios le da pie para azuzar más el factor miedo, ahora con más razón sobre la base de los acontecimientos en Cataluña y porque, desde la perspectiva de sus luchas internas, la nueva campaña electoral supondría un paréntesis esperanzador en la idea de mejorar los resultados. A Podemos, porque hasta ahora siguen disfrutando de la virginidad respecto a la práctica de la gobernación (que es el mollejón donde se hacen romas, cuando no se desmoronan, las formaciones políticas), y a sus aliados periféricos porque viven aún del aura de los recién llegados a las tareas de gobierno; su estrategia pasa por seguir tensando la cuerda de las elecciones en el supuesto de que les seguirá saliendo bien, o lo mismo de bien o mejor que hasta ahora: desde que nació el partido nos han hecho más que jugar a la oca electoral.

¿Quiénes serían los más perjudicados con la repetición? Sin duda Ciudadanos, que no ha satisfecho sus expectativas electorales y que, salvo que le siga comiendo votos al PSOE, no es previsible que aumenten sus posibilidades de mejora. Y el PSOE, que desde las elecciones de 2011, consulta tras consulta, ha venido perdiendo votos de manera tendencial (eso sin contar con que antes de la campaña no decida meterse en el proceso congresual y en la elección de un nuevo líder), lo que no es buen augurio para encarar una repetición del proceso electoral.

Además, una repetición de las elecciones significaría una nueva campaña, con sus mítines, propaganda, debates y demás aparato (sin olvidar el gasto que ello comporta para las arcas públicas), ¿con los mismos líderes de cabecera? ¿con las mismas listas?, la continuidad del gobierno en funciones… En estas condiciones no hay que descartar que el cansancio electoralista terminara alejando a los electores, aumentando los porcentajes de abstención y, por ende, la incertidumbre de los resultados. Es decir, estaríamos introduciendo nuevos factores de incertidumbre. Innecesarios, porque los resultados han reflejado bien a las claras la existencia de dos bloques, que difícilmente cambiarían en términos globales por mucho que se empeñen en convocarnos a elecciones cada tres meses.

Como apuntaba hace unos días Andrés Ortega, “corresponde a los políticos gestionar la situación creada. Trasladar su incapacidad de entenderse al electorado es como decir a los ciudadanos que se han equivocado al votar, y que cambien. ¿Y si no cambian? Lo que tiene que cambiar es la forma de hacer política. Simplemente, como en tantos países de Europa” para terminar pidiendo a los políticos que hagan su trabajo y se dejen “de rayas rojas y empiecen a buscar y pactar rayas verdes. Que hay suficientes”.

Félix Muriel Rodríguez

12 de enero de 2016

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